Tengo debilidad por las biografías de figuras descollantes. Las que más me han gustado son, entre otras, Napoleón de Emil Ludwig, Vida de Tolstói de Romain Rolland, Napoleón de André Maurois y Hostos, el sembrador de Juan Bosch. Me han fascinado tanto, que me es difícil precisar cuál de ellas es, para mí, la mejor; mas si me viera obligado a elegir —que no es el caso— lo pensaría una y mil veces y tal vez diría que la de Rolland es, si no la que más disfruté, al menos la única que leí de un tirón (un domingo de fuertes lluvias y de vientos huracanados), y la de Bosch es, si no la menos exquisita, al menos la que más tardé en leer (en momentos robados a una semana de intensos trabajos oficinescos); tal vez elegiría la de Rolland como la mejor, o tal vez la de Ludwig o la de Maurois; no lo sé; lo único seguro es que, al elegir, sería reo de la incertidumbre y la vacilación. Y sin embargo no dudaría ni un segundo en decir que las mejores biografías de Stefan Zweig son, a todas luces, las únicas que, para mi gusto, superan a estas magníficas biografías que tanto me han subyugado. Las superan, pues, con creces.
Zweig no sólo tenía la inigualable facultad de dotar sus biografías de un carácter novelesco —sin perder rigor y objetividad, por supuesto—, sino que además profundizaba con perspicacia en la interioridad del biografiado. De ahí que sus más connotadas biografías puedan leerse con la misma fascinación con que se leen las novelas bien logradas. Son de algún modo biografías novelescas. Pero, ojo, lo novelesco aquí no equivale a ficción, pues el autor no se aventura ni un ápice a traicionar el rigor histórico. Y si hay novelas psicológicas, también hay biografías psicológicas, pues las de Zweig —que por lo general prescinden de fechas históricas y datos genéricos que nada aportan al análisis psicológico— básicamente se apoyan en el detalle revelador de la psicología del biografiado. Son biografías poco convencionales y deliberadamente antiacadémicas, pero intrigantes, profundas y rigurosas, que casi siempre atrapan al lector desde las primeras páginas y ponen de manifiesto el gran conocimiento del alma humana que poseía Zweig. El deleite que pueden deparar es indescriptible.
La primera que leí fue Triunfo y tragedia de Erasmo de Róterdam, la cual me deslumbró y generó en mí un ferviente deseo de leer las otras del autor. En ella Zweig enfatiza que Erasmo era la figura más brillante y gloriosa de la época del humanismo y analiza el rol que desempeñó como humanista, tanto es así que lo considera como el verdadero artífice de la Reforma, una posición que la posteridad le ha negado al humanista por haber sido, según Zweig, un teórico a secas, esto es, un hombre exclusivamente de ideas y no de acción (coyuntura que, según el biógrafo, aprovecharía al máximo Lutero, un hombre de acción y mucho menos culto que Erasmo). Zweig también demuestra que Erasmo fue un autor cuyos libros fueron enormemente leídos en vida y que, en cambio, en los tiempos modernos había pasado a ser conocido (y a regañadientes) como el autor de un único libro.
Una biografía inolvidable y, para mí, harto superior a la anterior es Magallanes. El hombre y su gesta. En ella el autor cuenta los pormenores de la primera vuelva al mundo. Es una reivindicación de Magallanes en la que se trata de vindicar su gesta y proeza. Sin duda, es una biografía verdaderamente digna de ser leída. También son excepcionales las tituladas María Antonieta (que es una obra maestra en su género), María Estuardo (otra obra maestra) y Fouché: Retrato de un hombre político. Las tres pueden sumir al lector en el mayor de los éxtasis. Las publicadas de forma póstuma son igualmente exquisitas, entre las cuales la mejor es Balzac: La novela de un novelista, aunque las tituladas Montaigne y Américo Vespucio: Relato de un error histórico —que son muy breves, y además inconclusas como la que escribió sobre Balzac— son ricas en detalles interesantes y no dejan de ser vibrantes y deliciosas como las mejores.
La única biografía de Zweig que no me deslumbró, o al menos no con la misma embriaguez que me depararon las otras, fue Marceline Desbordes-Valmore: Biografía de una poeta. Es la más breve de todas. Y debo decir que yo no conocía a esta poeta, pero el biógrafo enfatiza que fue la poeta francesa más influyente de la época de Balzac. Otras biografías que, para mí, carecen del encanto y la fuerza expresiva que caracterizan a las mejores que debemos al genio de Zweig, son Émile Verhaeren (que, más que una biografía, se asemeja a una crítica literaria en la que se hace un recorrido por la obra del biografiado) y Romain Rolland (que parece casi un canto panfletario del papel de pacifista que éste jugó en la Primera Guerra Mundial). A Verhaeren lo considera Zweig el primer poeta moderno que escribió poesía citadina, o que describió la ciudad industrial, y a Rolland lo exalta como el primer gran novelista comprometido del siglo xx. Ambos fueron mentores y grandes amigos de Zweig, pero —quizá porque las publicó cuando estaban vivos y porque la de Verhaeren fue la primera que escribió y la de Rolland la que menos esfuerzo le costó escribir— en estas biografías, en comparación con las otras, el más grande de los biógrafos se quedó corto. Pero las mejores que escribió bastan para situarlo como el mejor biógrafo que he leído. Es, en fin, el biógrafo supremo, aunque debo recordar que existen infinidad de biógrafos que desconozco, y además en materia de lectura el gusto del lector siempre será personal y, por ello mismo, arbitrario, falible y subjetivo.
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