Seducidos por promesas de abundancia y riquezas, los expedicionarios se aventuraron a descubrir lo desconocido. Sin embargo, no imaginaron que el mal tiempo les jugaría en contra, obligándolos a vivir una amarga experiencia. Las tormentas destruyeron sus embarcaciones, el guía resultó poco confiable y, con ello, comenzó una cadena de infortunios. La zona donde arribaron estaba desolada y en ruinas, tal como relata Álvar Núñez Cabeza de Vaca en su obra: “Llegamos a los buhíos o casas que habíamos visto de los indios, hallémoslas desamparadas y solas, porque la gente se había ido aquella noche en sus canoas” (Cabeza de Vaca, cap. 3).
A menudo escuchamos la versión de Colón y la tragedia de los pueblos originarios de América antes del llamado “encuentro entre dos mundos”. Sin embargo, resulta igualmente revelador asomarse al punto de vista de quienes, como Álvar Núñez Cabeza de Vaca, padecieron la travesía y sus infortunios. Junto a casi seiscientos hombres, bajo el mando del gobernador Pánfilo de Narváez, Cabeza de Vaca demuestra que la voluntad de aventura puede imponerse incluso ante el hambre, el agotamiento y la desolación. Pese a las dificultades para acceder al territorio y enfrentarse con los nativos, Álvar se negó a permanecer inactivo o rendirse como un cobarde: decidió internarse tierra adentro. Con la ayuda del señor Dulchanchelin y sus hombres logró llegar a Apalache. Los sobrevivientes enfrentaron condiciones extremas: no todos tenían el privilegio de montar a caballo, y pronto comenzaron a perder compañeros, pues los indígenas defendían su territorio con ferocidad. El sufrimiento fue tal que debieron alimentarse de los caballos, y el paisaje, árido y desolado, apenas ofrecía contacto humano. Cuando lograban comunicarse con algún grupo indígena, no todos estaban dispuestos a orientarlos o brindar auxilio.
A pesar de todo, esas dificultades no le impidieron a Cabeza de Vaca maravillarse ante la riqueza natural del territorio. Su paso por Apalache le permitió contemplar la diversidad y hermosura de la flora y fauna locales. Conservaba una mirada sensible y curiosa: quedó impresionado, por ejemplo, al observar un animal desconocido, al que describe con asombro. También ofrece detalles de las viviendas: “En el pueblo había cuarenta casas pequeñas y edificadas, bajas y en lugares abrigados, por temor de las grandes tempestades que continuamente en aquella tierra suele haber. El edificio es de paja, y están cercados de muy espeso monte y grandes arboledas y muchos piélagos de agua.” (Cabeza de Vaca, cap. 6).
Cuando parecía que empezaban a vislumbrar la luz en medio de tanta oscuridad, se desató una fase de “sálvese quien pueda”. Heridos por flechas de álamo y enfrentados a indios corpulentos y hábiles flecheros, los expedicionarios descubrieron que el verdadero enemigo no era solo externo: la enfermedad, el hambre y la sed cobraban vidas sin cesar. En Aute, aunque hallaron algo más que maíz, la esperanza se desvanecía conforme los cuerpos caían y la fe se convertía en el único recurso. “Mas como el más cierto remedio sea Dios nuestro Señor, y de Este nunca desconfiamos” (Cabeza de Vaca, cap. 10).
La desesperación los llevó a comer maíz crudo, beber agua salada y devorar el último caballo. Como sardinas en latas, se lanzaron al mar en cinco balsas improvisadas, donde la consigna era sobrevivir a toda costa. Incluso el miedo a ser sacrificados por los indígenas se desvaneció ante la necesidad. El invierno trajo consigo el canibalismo, y en medio de la penuria Cabeza de Vaca aprendió las costumbres de los habitantes de la “isla del Mal Hado”, quienes también sufrían por la escasez. La oración se transformó en moneda de intercambio: rezar el Padre Nuestro y el Ave María servía para obtener alimento a cambio de ejercer como curanderos. Tras ser acogido por una tribu que fue muriendo por el hambre y las enfermedades, pasó a trabajos forzosos, de los que más tarde escapó, y finalmente se convirtió en mercader. Su permanencia de más de seis años, marcada por la lealtad a Lope de Oviedo, demuestra que en ese mundo sin garantías la única ley posible era resistir.
En definitiva, la fe de Cabeza de Vaca fue una fuerza vital que lo sostuvo en medio del sufrimiento. Se mantenía en constante diálogo con Dios, pidiendo perdón por sus pecados y reconociendo su fragilidad humana. Aunque solo cuatro lograron regresar, la travesía transformó profundamente a Álvar. No solo quedó marcado físicamente, sino que adquirió una nueva comprensión de los indígenas: aprendió sobre sus rituales, danzas, ceremonias funerarias, costumbres matrimoniales y su amor hacia los hijos. Todo ello cambió su percepción: comprendió que los indios también eran seres humanos que amaban, sufrían, eran sensibles, valientes y defensores de su cultura, su lengua y sus dioses.
La autora del artículo es estudiante de la Licenciatura en Letras Puras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD)
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