Desde hace ya cierto tiempo que tengo una misma sensación, o más bien, una percepción ligada fraternalmente a la literatura y a la realidad. Hablamos de realidad cuando esta se refiere a las cosas que estimulan los sentidos o enarbolan el sentimiento: el viento que nos refresca la nuca en las tardes de ajetreo, la luz que atraviesa espejos y cristales; aromas, sabores, texturas, amores, decepciones, desacuerdos, situaciones, un pensamiento. La percepción de la que hablo me hace pensar en todas estas cosas como alimento para la literatura; tantas veces me he sorprendido imaginando escenarios, ideando temáticas y evocando sentimientos, que estoy segura de que perfectamente se podría hacer literatura acerca de absolutamente todo. Sé que este pensamiento no me pertenece y que no es una idea nueva; precisamente por esto, el recurso que ha representado lo literario en la vida del ser humano es tan importante. Absolutamente todo lo que conocemos, lo que vivimos y percibimos puede ser mimetizado por la literatura de una u otra forma. Es así como tenemos la oportunidad de leer miles de ideas, cada una imaginando una realidad cotidiana o extraordinaria distinta, pero apegada, arraigada a lo verdadero que lo fecundó.
Durante toda la travesía universitaria como estudiantes de Letras, la gran mayoría de asignaturas que cursamos contienen en su programación la lectura de múltiples obras literarias, las cuales, en grupo, pertenecen a un movimiento o corriente de pensamiento en particular. Cada grupo de escritos contiene entre portada y contraportada los ideales que definen la época en la que fueron escritos. Me llega a la mente la era del Neoclasicismo, siglo XVIII, tiempos predominantes de razón y pensamiento; la intención de la literatura neoclásica era moralizar, convencer al ser humano de que ascender de su categoría de ignorante hacia el peldaño más alto posible del conocimiento era lo más conveniente para el progreso. En estas décadas surgieron los pensadores que influenciaron las inclinaciones morales que tenemos hoy, y que incluso, fueron los primeros en plantear pensamientos que a la fecha reconocemos como modernos; uno de los más importantes entre aquellos pensadores, Rousseau, y su declaración de que todo ser humano nace libre y posee derechos naturales. Un pensamiento que, visto desde los ojos del presente, parece imposible que se haya originado hace tantos siglos, y que abarca una problemática que aún se discute en nuestros tiempos.
Conociendo lo expuesto anteriormente, me genera cierta molestia presenciar el desmérito que se ha desarrollado en nuestra sociedad hacia la literatura. No me alcanzarían, entre los dedos de las manos y los pies, para contar las veces en las que me han preguntado “¿Y para qué sirve eso?” (en referencia a la carrera de Letras) o los comentarios interrogantes acerca de qué puede aportar la literatura hoy día, en donde a casi nadie le interesa y en momentos como estos cuando predomina el uso de la tecnología, incluidos beneficios y perjuicios. La espina se clava precisamente porque la verdadera pregunta que debería hacerse es “¿Qué no aporta la literatura?”. Quizá me dejo llevar por la efusión porque es mi área, pero es de lo que realmente entiendo que debería buscarse respuesta en este contexto. La literatura tiene repercusiones inmensas, llegando incluso a salirse de sus límites: las canciones parten de un formato literario, de igual forma el teatro, las pinturas y esculturas en ocasiones hacen referencia a un personaje o a una historia, y una parte muy importante y que creo que es la que más ha perdurado, pasando lamentablemente de forma implícita ante nuestros ojos: la capacidad moralizadora que posee. Para que haya armonía, las sociedades se fundamentan bajo una serie de normas que delimitan el bien y el mal; en ellas entra el concepto de la moral, que se transmite entre generaciones, modificándose ligeramente con el paso de los años. Estas enseñanzas sobre el bien y el mal se transmiten por medio de refranes, cuentos, fábulas, canciones de preescolar, pequeños poemas y, por supuesto, la religión cristiana, cuyo fundamento y guía principal es La Biblia, un libro, y no uno cualquiera, la base de todas las concepciones éticas y morales, al menos del hemisferio occidental. En un país tan religioso como el nuestro, es irónico que pase desapercibido este aporte tan significativo; sin embargo (y me incluyo), supongo que entre la busca y el deseo de sobrevivencia y tranquilidad que la caracteriza, es normal que se ignoren ciertos detalles que se encuentran fuera de nuestra burbuja personal.
Extenderse apropiadamente sobre la relación entre literatura y sociedad significaría estructurar un trabajo de investigación colosal, tomando en cuenta todas las civilizaciones con las que hemos compartido el planeta (de las que se conocen registros históricos y literarios). Por lo cual, lo propio de mi parte sería resumir mi pensamiento al respecto. Entre estos dos conceptos se da un aporte mutuo; tanto la literatura como la sociedad se benefician entre sí. La literatura, por su parte, toma eventos, pensamientos o ideales de un tiempo y espacio determinado; a través de ella son plasmados para que perduren en el tiempo y traspasen fronteras. De esta forma, la carga cultural que contiene un escrito es llevada a otros horizontes, los cuales se reservan el derecho de acogerla o rechazarla. Nuestra sociedad utiliza lo literario como un recurso educativo, artístico, político; es un medio de expresión cultural indispensable en las luchas sociales y en el brote de cualquier ideología. Con respecto al pensamiento que expresé al inicio de este texto, claramente pertenece a una persona que afortunadamente ha sido influenciada por la literatura, y que con firme esperanza espera que siga siendo de esa manera.
Chanell Cruz Liriano es estudiante de la Licenciatura en Letras Puras en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). chanellmariacruzliriano@gmail.com
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