Estoy en pleno ensayo de Fausto, de Johann Wolfgang von Goethe, el drama filosófico más emblemático del Romanticismo alemán. Una obra escrita a lo largo de más de 60 años, pero aún ardiente y vigente como un espejo para nuestra época. ¿Qué es el conocimiento si no nos transforma? ¿Qué es el deseo cuando nos posee? ¿Cuál es el costo de vender el alma, y qué significa venderla hoy?
Fausto habla del poder, de la ambición desmedida, de la culpa, del amor, del tedio, de Dios, del arte y de la redención. Y, sin embargo, hay una pregunta que he escuchado en varias voces desde que se ha ido haciendo pública la información de que es mi propuesta teatral del verano:
“¿Por qué tú, Patricio León, un artista joven, insistes en montar clásicos filosóficos que no interesan al público dominicano común?”
Escucho con respeto. Algunos comentarios vienen de colegas que aprecio. Otros, de quienes entienden el arte como simple entretenimiento. Los argumentos se repiten: que el público no está “listo”, que estas obras son “densas”, que “no se venden”, que “no llenan salas”. Que en un país donde el arte sobrevive con migajas, lo sensato es montar comedias ligeras, musicales estridentes o historias familiares de fácil digestión. Aclaro que esas son propuestas teatrales que aplaudo y en las que también he participado como actor invitado, porque el teatro es diverso y se aspira a que exista espacio para todas las propuestas.
Pero volviendo a lo que nos ocupaba antes de la aclaración. Ya me lo dijeron cuando produje Esperando a Godot de Samuel Beckett, ese hito del teatro del absurdo que incomoda y revela. Lo oí cuando llevé a escena obras de Edgar Allan Poe, Federico García Lorca, Ernesto Sábato y Jorge Díaz, entre otros.. Me lo repiten ahora con Goethe: “Tienes que bajar para que el público te consuma.”
Con el teatro que, además de salas, llena conciencias. Porque el arte no está para bajar. Está para elevarnos.
Pero yo me pregunto: ¿bajar a dónde? ¿Para quién? ¿A cambio de qué?
Hacer teatro en esta media isla ya es un acto de resistencia económica, física, simbólica y espiritual. No pretendo que todas las propuestas teatrales sean densas o filosóficas. Pero sí defiendo el derecho de que existan. Y más aún: el deber de sostenerlas. Porque si renunciamos al pensamiento en escena, ¿qué nos queda? Si el teatro solo entretiene, ¿quién se encarga de incomodar?
Y entonces llega otra pregunta, una que sí perfora: “¿Para quién haces teatro, Patricio, si los intelectuales de este país no van al teatro ni pagan una boleta?”
Me la hacen colegas sinceros, y, en ocasiones, me la he hecho yo. Porque también he mirado esas butacas donde deberían estar los filósofos, los ensayistas, los críticos, los docentes de ética y estética. ¿No es el teatro el lugar natural del pensamiento encarnado?
El teatro no puede sostenerse únicamente sobre los hombros del público que busca evasión. Necesita también del público que busca preguntas. Y si los pensadores no asisten al teatro, si no lo sostienen con su presencia ni con su discurso, estamos fallando como comunidad crítica.
He oído también, con mucha verdad, que los patrocinadores rehúyen este tipo de propuestas. Que prefieren auspiciar espectáculos “virales”, con escenarios y bonitos, temas no controversiales y marcas visibles. Que el arte reflexivo, por no ser masivo, no es rentable.
Pero si solo lo rentable merece ser producido, entonces el alma ha sido reemplazada por la estadística. Y esa, justamente, es la tragedia que denuncia Goethe en su icónica obra Fausto.
Aun así, sigo de pie. Produciendo el arte que, desde mi visión, también merece ver el público dominicano. Porque sí: también requiero de patrocinio. Y sí: deseo que las salas se abarroten. Pero no a costa de renunciar a lo que me mueve.
Por eso, desde este espacio, lanzo una invitación directa y sincera a la comunidad científica, intelectual y filosófica del país: acompáñennos. Estén ahí. Sean testigos del pacto que se fragua en escena. Del pacto de Fausto, sí, pero también del pacto que todo artista establece con su tiempo, con su conciencia y con su público.
Yo seguiré. Con Beckett, con Lorca, con Sábato, con Goethe, con Storni, con Brecht Con los autores que me confrontan y me hacen crecer. Con el teatro que, además de salas, llena conciencias. Porque el arte no está para bajar. Está para elevarnos.
Y si aún hay quienes se preguntan por qué insistimos en hacerlo, quizás la respuesta sea esta: porque no se trata solo de lo que vende, que está muy bien y es necesario, sino también de lo que vale.
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