Estimados amigos, poetas y lectores: nos encontramos ante una obra que abre la memoria con bisturí, que disecciona la ausencia y el tiempo sin pedir permiso, exponiéndolos como carne recién cortada. Albergue de fantasmas es un libro que no se conforma con evocar: entra, hurga y deja cicatriz.
Conviene recordar el significado literal de las palabras que componen su título. Un albergue es un espacio de tránsito, un refugio temporal; un fantasma, el alma o espectro de quien se resiste a desaparecer. Así, el título mismo es una declaración de intenciones: la autora nos invita a habitar un territorio donde los recuerdos y las ausencias adquieren cuerpo, voz y forma. Este albergue poético es, en esencia, un lugar donde la pérdida se hospeda para hacerse palabra.
Mateo Morrison, en sus palabras introductorias, señaló tres hilos conductores fundamentales: la oscilación entre memoria y olvido; la tensión entre cotidianidad y trascendencia; y la dialéctica entre tiniebla y luz, donde cada verso se aproxima a un mar cuyas olas comulgan con el sol. Sin embargo, al recorrer sus páginas descubrimos un cuarto núcleo que sostiene el peso emocional del libro: la maternidad y su contraparte inevitable, la orfandad.
El poemario está atravesado por el tiempo, no como un fluir apacible, sino como un tormento. En “Calendario”, el tiempo es definido como “el recibo con el que el tiempo paga sus desmanes”. La vida misma se revela como “una certeza peor que la muerte”. La voz poética se sumerge en el dolor más íntimo al abordar la ausencia materna: la pérdida no es un hecho pasado, sino un estado existencial. En “Hoy la vine a visitar I”, la orfandad tiene olor: “Hediendo a la flor de muerto que cubre la fetidez de mi irremediable orfandad”. En la segunda parte, “Hoy la vine a visitar II”, la hija “habita el otro lado de la espera”, bajo “la agigantada imagen del espejo”. Allí, la muerte y el dolor se vuelven presencias que acechan: es la intemperie de quien ha quedado sin madre, el origen de todos los fantasmas.

Por otro lado, la experiencia de la maternidad no aparece como una dicha romántica, sino como una soledad radical. En “La exactitud diminuta de tu nombre”, la madre inaugura su maternidad en el aislamiento: “El mundo entero nos dejó solos”. El amor hacia el hijo no existe sin la presencia del miedo; amar es también temer. La autora logra plasmar esta dualidad con una ternura que no suaviza la angustia, sino que la ilumina.
Guzmán es, además, plenamente consciente del acto de escribir. En “La página en blanco”, la poesía se convierte en una metapoesía sombría: la hoja vacía no promete, amenaza. “Un dragón que escupe hielo, la nostalgia”, escribe, transformando la escritura en un ejercicio de despojo. La herida que abre la tinta “no sangra las deformidades de la angustia”, solo las muestra. El dolor no se alivia con la palabra, pero se hace visible, y en esa visibilidad hay redención.
En Albergue de fantasmas, la poesía es un espejo que no devuelve claridad, sino reflejos múltiples, distorsionados, vivos. Y sin embargo, la sola existencia de este libro testimonia la victoria final de la voz: la palabra sobrevive al silencio. Como dijo Morrison, “nunca estaremos condenados al silencio atroz de las palabras”.
No puedo decir que Albergue de fantasmas me gustó. Me enredó, me desbordó, me enamoró, y ahora forma parte de mis mejores memorias.
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