El primer libro que leí de José Rafael Lantigua fue Domingo Moreno Jimenes: Biografía de un poeta. Yo era sumamente joven cuando, en 2005, leí con fruición este libro, por lo que siempre he creído que ésta fue la primera biografía que leí. Años después —acaso en 2014— cayó en mis manos otro libro de Lantigua, pero en esta ocasión se trataba de un bello opúsculo sobre el arte de leer, que, al igual que la biografía, aún conservo en mi biblioteca. Tengo otro libro de su autoría, el cual compré el año pasado en una librería de viejo, pero hasta hace poco no lo había leído. Cuando me enteré de la muerte del autor sentí un fuerte interés en leer este libro, razón por la cual días después inicié la lectura del mismo y, como dije, hace poco terminé de leerlo. Se titula Semblanzas del corazón: Memorias y nostalgias, que, más que un libro, es un canto a la mocanidad que pone de manifiesto el gran amor que desde muy joven sintió Lantigua por sus raíces mocanas, para él inolvidables. Pero, además, mientras lo leía me llamó poderosamente la atención el modo en que, a juzgar por el libro, Lantigua vivió su infancia y adolescencia.
José Rafael Lantigua nació en Moca e inició su alfabetización a los tres años de edad en un pequeño centro preescolar que dirigía la maestra María Polanco viuda Cabreja (Doña Niña), quien le enseñó no sólo a leer y escribir sino también a rezar el Ave María todas las mañanas. "Allí, escribe Lantigua, conocí por vez primera la gramática y la aritmética, pero también la fe, el amor, la entrega, la sencillez y el bien". A ese humilde centro de enseñanza Lantigua llegaba todas las mañanas con una diminuta silla al hombro que en la adultez conservaría en su biblioteca como reliquia de esos fructíferos tiempos ya idos.
Teniendo tan solo unos cuatro años de edad, su madre lo llevó a conocer a Trujillo, el cual estaba de visita en la casa de Manuel Vinicio Perdomo. Sofocado por la multitud de adultos —niño al fin—, Lantigua se sintió desesperado y, "en medio de la algarabía y el tronar de vivas y hosannas" de los adultos, le propinó una fuerte mordida a su amiga de infancia Caty (Catana Pérez de Cuello), hecho que Lantigua calificaría luego como una especie de "inconformidad inconsciente" contra el Jefe.
A los seis años inició los estudios primarios en la escuela "Ecuador", que luego, ya estando en octavo curso, pasó a llamarse, en honor a uno de los maestros de la comunidad, escuela "Juan Crisóstomo Estrella". Llegó al centro de la mano de Petronila de Almánzar, más conocida como Señorita Toní, a quien considera como una de las maestras más ilustres de su Moca natal. Ella lo recogía todos los días en la casa de Lola, la madre de Lantigua, y lo llevaba de la mano al centro educativo hasta que lograse alcanzar una edad en la que pudiese ir solo. "Junto a ella, dice Lantigua, vi crecer mis nuevos horizontes".
También resalta el nombre de otros maestros que marcaron su infancia y adolescencia. De Antonio Pérez, por ejemplo, dice que era "conocedor de todas las asignaturas y preciso discurseador de ordenamiento moral". Y luego añade: "La historia del magisterio mocano no se puede escribir sin su nombre y sin sus hazañas docentes". De Nelly Marte dice que "fue mi maestra en los dulces años de la pubertad. Nunca después ninguna mujer me ha impresionado tanto por su carácter, su rectitud y su alegría. Era una hermosa combinación de estatura corpórea y de estatura moral". Y de Aurora Tavárez Belliard escribe que "si su obra didáctica fue ciertamente ejemplar, todavía lo es mucho más su obra bibliográfica". No fue uno de sus alumnos directos, pero añade que un libro de esta maestra, Bronces de la raza, "fue uno de los primeros textos que leí y releí, a un nivel de que podía decir entonces capítulos enteros de memoria".
A los siete años de edad ya era monaguillo, de modo que cuando Trujillo visitó en 1957 la histórica iglesia Sagrado Corazón de Jesús de Moca, él era el más pequeño de los monaguillos, además de Bruno Rosario Candelier, que era el de más edad. Entre todos los presentes, Trujillo se acercó y colocó la mano en la cabeza de Lantigua y luego dijo: "¡Qué monaguillo más pequeño!". Lantigua escribe que "el hecho de que el Jefe me tocara en la cabeza se constituyó en un acontecimiento entre el grupo de monaguillos y mucha gente se acercaba a mi hogar a conversar con mi madre sobre el suceso. Bruno Rosario me dijo mucho tiempo después, recordando el hecho, que para entonces mucha gente decía que yo llegaría a ser algo grande en la vida por la distinción que Trujillo había tenido conmigo". En el prólogo a la segunda edición de Semblanzas del corazón: Memorias y nostalgias Bruno Rosario Candelier ratifica este hecho y dice que "siempre vi ese gesto como un augurio promisor en favor de nuestro compueblano y amigo". Señala además que Lantigua "entonces era un imberbe inquieto, activo, vivaz, con paso rápido y muy bien presentado. Era quien mejor vestía y siempre andaba en forma impecable, limpio, con pantalones bien planchados, zapatos lustrados y sonrisa generosa".
Desde la pubertad leía con voracidad todo lo que caía en sus manos: revistas, periódicos, paquitos, misales, biografías de santos, novelas, cuentos y obras de teatro. Para entonces sus lecturas predilectas provenían de revistas y periódicos, puesto que mostró interés en las noticias sobre el Jefe, los deportes, la farándula y la cultura capitaleña; leía los ejemplares que llegaban a su casa de parte de los escasos suscriptores de la zona, que, después de leerlos, regalaban los ejemplares a su madre Lola, la cual, al decir de Lantigua, era una devoradora de revistas y periódicos, tales como Bohemias, Carteles, Billiken y El Caribe. Este último, por ejemplo, sólo llegaba en esa comunidad a la casa de los abuelos de su amiga de infancia (Caty), los cuales estaban suscritos y entonces cuando terminaban la lectura facilitaban a Lantigua los ejemplares para que los leyese. Tan fuerte fue su pasión por los periódicos y revistas, que en la adultez afirmó en más de una ocasión que éstos son los principales artífices para despertar el hábito de la lectura.
En la adolescencia formó agrupaciones estudiantiles, deportivas y culturales; participó en numerosas actividades religiosas, siendo un asiduo de las misas y de los retiros de formación humana y religiosa; organizó recitales poéticos y formó un grupo estudiantil de poesía; dio discursos estudiantiles y escribió y actuó en obras de teatro. Entre los trece y quince años de edad ya había escrito algunos artículos y poco después una que otra obra de teatro y análisis literarios de obras destacadas, llegando a ganar en el bachillerato un premio de análisis literario sobre una novela de Miguel Ángel Asturias (cuyas obras las leyó casi todas en esa época) y mereció la más alta calificación ante Rafaela Joaquín, su maestra de literatura, por un trabajo crítico sobre una novela de Veloz Maggiolo.
Leyó para entonces las novelas hispanoamericanas más sobresalientes de la primera mitad del siglo xx, como Doña Bárbara, Don Segundo Sombra, El mundo es ancho y ajeno, Los de abajo y La vorágine. También llegaron a sus manos Cien años de soledad, La ciudad y los perros, Los jefes y La casa verde, sobre los cuales dice que fueron "textos que marcaron la vida de mi generación y que no podrán nunca ser olvidados". Fue un asiduo visitante de la biblioteca municipal de Moca, donde iba cada noche de 7 a 9, y en la que leyó a Homero, a Dante, a Bécquer, a Campoamor, a Cervantes y a varios autores de la literatura dominicana. También —cuando fue nombrado profesor en la adolescencia— compró una enciclopedia de 14 tomos; y, entre otros libros, compró y leyó La isla misteriosa de Verne, Los tres mosqueteros de Dumas, Los viajes de Gulliver de Swift, Moby Dick de Melville, La isla del tesoro de Stevenson, Las aventuras de Tom Sawyer de Twain y Robinson Crusoe de Defoe.
Al parecer, no olvidó nunca sus amigos de infancia, con quienes llegó incluso a formar un grupo literario que abogaba por el cultivo de la poesía social. Ahí estaban Carlos Federico Minaya, Frank Rosario, Alfonso Fajardo, Enrique Cuevas, Ramoncito Díaz, Chechacho Lara, José Francisco Rodríguez, Tin López, José Carrasco Frías, Niño Gómez y Ciprián Hernández (éste último, al decir del propio Lantigua, despertó en ellos "el interés por la literatura, especialmente por la poesía"). Dice que fue la mejor y más feliz etapa de su vida. "No conocíamos, escribe Lantigua, otra juventud que no fuese la del canto y las sonrisas, la de los sueños y la de los suspiros, la del placer bajo el vetusto samán del Parque Cásares o la de una noche hasta la medianoche en los mugrientos bancos del Parque Duarte". Era una juventud sana, alegre, despierta y unida. Los temas de interés eran de gusto mancomunado y hasta en el cortejo de una adolescente tenían un denominador común porque todos enamoraban casi al unísono a la misma muchacha. Eran los tiempos de aprender a nadar en ríos y saltar charcos, de bailar trompos, de volar chichiguas y contar anécdotas variopintas; eran los tiempos de jugar al aire libre en caminos, ríos, patios de casa y parques; eran los tiempos de jugar a las escondidas y de correr descalzos y bañarse bajo las lluvias; eran los tiempos en que todos iban juntos a comer muchos mangos encima de las matas, o guayabas, limoncillos, jobos, caimitos, cerezas y naranjas. "Fue una juventud, añade Lantigua, de retretas los jueves, y misa y cine los domingos. De música de calidad frente al aparato radio-receptor y de intensas discusiones en torno a nuestras particulares preferencias por los mejores beisbolistas del patio".
Entonces el mundo cabía en los bolsillos y también en un puño; el mundo estaba atrapado en las manos y la muerte no existía, pues todos los niños eran inmortales. Y así fueron pasando los años, y con ellos llegaron las preocupaciones y hasta —¡ay! —la presencia de la parca. Fue así como el 25 de diciembre de 1968 ocurrió un trágico accidente automovilístico que quitaría la vida o lesionaría para siempre a algunos de los amigos de infancia de Lantigua, el cual casi llegó a formar parte de esa travesía, a la que no pudo ir porque ese día estaba obligado a participar en una reunión escolar en el centro educativo en que, siendo un bachiller, recién había sido nombrado como profesor. El accidente fue horrible y como consecuencia Carlos Federico Minaya moriría al instante; cuarenta y cinco días después, moriría Niño Gómez; José Francisco Rodríguez y José Carrasco Frías quedarían heridos de por vida y Tin López perdería la lucidez para siempre. Ello constituyó un duro golpe para el joven Lantigua; era, digamos, un apagón de luz que por un momento venía a mostrar por vez primera la oscuridad que hasta entonces había iluminado esa potente electricidad que emana de la infancia y la temprana adolescencia.
Pero leyendo Semblanzas del corazón: Memorias y nostalgias uno llega a la conclusión de que, ante todo, la vida de Lantigua estuvo siempre, de alguna manera u otra, ligada a la cultura y al bien común. Y creo que eso lo vivió y lo aprendió no sólo en el entorno de sus años mozos en Moca y en el ejemplo de sus primeros maestros de la escuela y el liceo, sino que lo presenció desde niño en su propio hogar, pues su madre Lola ha sido descrita por testigos oculares como ejemplo de sabiduría, de amor, de bondad, de solidaridad y honradez, y su casa es descrita como si fuera para entonces un centro de recreo o una morada abierta y acogedora para todos los compueblanos. Por eso, en un artículo que funge como apéndice al susodicho libro de semblanzas, Ligia Minaya Belliard dice, al referirse a la casa de la madre de Lantigua, que "su casa fue refugio de muchos de mi generación. Se teorizaba sobre lo aprendido en las aulas secundarias, y luego en las universitarias, teníamos conceptos y formábamos imágenes tan diversas como caminos escogeríamos en la vida". Y Bruno Rosario Candelier, al referirse a Lola en el prólogo de la segunda edición de este libro de Lantigua, escribe que "Lolita es la típica madre que cifra todo su horizonte en la crianza de sus hijos, consagrando su tiempo, su vida y su ilusión en la formación y el desarrollo de la criatura de sus entrañas en una entrega sin descanso".
Sí, la educación ve la luz por vez primera en el hogar y los primeros años de vida forman la base de lo que luego sería la adultez. Y la nostalgia no escatima esfuerzo para, siempre que puede, cantar a los años ya idos, pero, como bien escribe Lantigua, "¿Cuán hermosa sería la vida si pudiésemos volver, de cuando en vez, o tan solo quizá por una sola vez, a reeditar las acciones de aquellas historias, a reemprender el camino de aquellas vivencias, tan vitales y trascendentes en nuestras vidas, como fueron las de la época estudiantil?". Rilke decía que la infancia es la patria del hombre, y Lantigua, qué duda cabe, fue ante todo un producto de su infancia y adolescencia, como lo prueba este refrescante y nostálgico libro titulado Semblanzas del corazón: Memorias y nostalgias, el cual no debería faltar en los estantes de libros de ningún mocano que ame su patria chica.
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