La patrulla de policía se te para al lado. Uno de los tres agentes pide que te detengas. Obedeces. Te esfuerzas para controlar el temblor de las manos porque, aunque estás legal, sabes que ser negro y haitiano en la República Dominicana es una maldición. Tratas de guardar la calma, si no has violado ninguna ley, no hay de qué preocuparte, te dices, pero en el fondo intuyes la inminencia de la deshonra.
«¿Para dónde vas?» Voy a Caribe Tours a buscar un paquete. Mientras contestas, otro te palpa el cuerpo entero, te levanta el poloché. «¡Danos tus documentos!» En la mano llevas un libro, en los bolsillos el celular, la cartera donde tienes la copia de tu pasaporte, el carné de estudiante y carné de regularización. Todos al día. Los sacas y se los pasas. Los miran, te miran, se miran. «¡Llévenselo!», ordena el jefe, molesto, como si su deseo fuera verte sin documentos. «¡Moreno, son documentos falsos!», te dice otro, casi en tono de disculpa. Te agarra por la espalda, entre el pantalón y el poloché, te sube al carro como si fueses un ladrón.
Por el camino haces un par de llamadas. Porque una vez en el destacamento estás incomunicado. Te quitan el cinturón, los cordones, el celular, te encierran en una celda para cerdos que hiede más que un camión de basura sin vaciar durante meses. A modo de consuelo, te dicen «si estás en regla no tienes nada que temer». Pero nunca te dicen ya que eres legal eres libre. Lo peor es que tienes todas las pruebas de estar en regla.
Después de un tiempo, abren la puerta, te sacan con otros haitianos. Algunos están aquí desde la víspera. No han comido nada. No han bebido nada. Te redactan un informe, te suben en otro vehículo de patrulla y te trasladan a otro destacamento. ¿Será para despistar a las personas a las que llamaste por ayuda?
Ahí, la cosa es peor; desde que cruzas la puerta de ese otro centro de detención, los presos te reciben con amenazas, de la misma manera que los policías: te bajan el pantalón, te palpan hasta el trasero para ver qué traes. Si tienes dinero te lo quitan. Corres el riesgo de ser golpeado, violentado, y si así ocurriera, una mierda les importa a los agentes; porque para ellos, nadie que está en esa celda es humano. Vales menos que un puerco. No les importa que seas estudiante, comerciante, profesor, albañil, lo que sea.
Aquí, en este antro, has perdido todo derecho de ser humano. De hecho, tu dignidad se desplomó en el mismo lugar donde te detuvieron, se quedó allí, aplastada. Eso que llevan con ellos es una cosa, nada te distingue de un animal. A nadie le importa si tienes sed. El hedor a mierda y orina reseca, acumulada de hace siglos, te revienta los pulmones. Escuchas tu celular sonar. Son las personas a quien llamaste por ayudar, pero no te permiten las llamadas a pesar de que te habían dicho que si alguien viene por ti te soltarán. Era un embuste. Aquí todos los agentes son sordos a cualquier queja, a cualquier súplica.
Llegan los agentes de migración, a lo mejor la policía los llamó para informarles sobre el ganado que acaban de atrapar para ellos. No hay forma humana de explicarles tu caso para sensibilizarlos. De hecho, en su código de honor hay palabras que no existen: sensibilidad, corazón, respeto, humanismo…
Te suben en la camiona que, llena de basura y humedad, apesta lo mismo que las celdas de detención. Una vez metido ahí, no tienes derecho a bajar para hacer tus necesidades sin importar la cantidad de vueltas que le den a la ciudad en busca de otros «animales» como tú. Y cuando ves la manera como los cazan, no sabes si dar las gracias por haber sido detenido por la policía, y así no tener que ser perseguido como si hubieses cometido el peor de los crímenes. La impotencia, la rabia, te llenan a reventar. Te asaltan las ganas de llorar. Te resistes, para no darles el maldito placer de disfrutar de tu humillación, de gozar de su absurda venganza. Pero ¿de qué se vengan? ¿qué les habremos hecho para suscitarles tanto odio, tanto desprecio?
Si no tuvieras en regla tus documentos podrías echarte a ti la culpa, o al gobierno de tu país. Pero tienes un estatus legal, tienes los documentos que la misma migración te entregó y por los que pagaste más de 20,000 pesos cuando el plan de regularización, además de lo que pagas cada año ¿por la renovación o para que te maltraten? Sí, aquí, en la República Dominicana, el haitiano paga a migración para que lo maltraten, para que lo humillen, para que nos pisoteen la dignidad.
Cada año, un abogado te quita entre 2,500 a 3,500 pesos para hacerte una carta de trabajo, entre 2,000 a 3,000 para un papel de buena conducta, pagas 2,000 para la renovación del carné que supuestamente te entregarán en 2 meses tras la solicitud, pero esperas hasta un año o más para que te lo entreguen, porque durante este tiempo, te consideran ilegal, y si eres ilegal, el negocio de deportarte para luego cobrarte el regreso anda de maravilla. Un golpe maestro.
«Aquí, si quieres sobrevivir, debes taparte la nariz para tragar aguas hediondas; y es die’ mil veces mejor caer en manos de atracadores que en manos de la policía o migración, porque son atracadores con poder y bendición del gobierno», dice un compañero de la camiona, ¿o la guagua-cárcel? En eso alzas la cabeza, lo miras con tanta admiración, porque a ese don nadie, con las palabras correctas para expresar nuestra tragedia, no lo escuchará nadie; nadie sabrá que fue detenido con documentos legales como tú.
Constantemente, el chofer frena de golpe como si lo que lleva fuesen vacas que van al matadero, como si dijera ya están muertos, de qué sirve cuidarlos. «Hey, jefe», llama un haitiano a un agente, «¿cuánto le doy pa’ dejáme ir? Dejo a mi mujer recién pari’a y do otro muchacho má. Hoy es día de cobro y soy su única esperanza. Ni siquiera saben que ’toy aquí». El jefe sonríe desvergonzadamente y le muestra cinco dedos asquerosos. «Cinco mil», le explica un compatriota con voz triste, rasgada. El hombre suspira, aprieta la mandíbula, «¡Ay papá dios, mira nuestra miseria!», dice sacudiendo la cabeza antes de meter la mano en el bolsillo con resignación y le entrega algo al agente a través de las rejas. El agente entrega el dinero a otro, luego abre la puerta y, por descuido, suelta a un hombre equivocado. Ahora todo tiene sentido: es un negocio lucrativo, lo notas en el barrigón de cada agente de migración. ¿Cuántos haitianos pagan esos 5,000 cada día?
Otro frenazo nos tira al fondo de la guagua-cárcel. No puedes darte el lujo de caer al piso, porque esta pestilencia, esta suciedad, son difíciles de sacar aunque te frotes con cloro, porque no es una mancha que se te pega en la piel ni en la ropa, sino en el alma. Es la mancha que te estampan en la frente desde que llegas a la República Dominicana, para que no olvides tu condición de haitiano, de negro, de ultrajado, de despreciable, de rechazado…
«¡¿Centro de Acogida Vacacional de Haina?!», momento, déjenme explicarles estas palabras: acogidos, son personas a las que les da hospitalidad, o albergue; personas acogidas en un establecimiento de BENEFICENCIA; y ¡¿Vacacional, de vacaciones?!, ¡bueno! Migración debería pensar en un nombre mejor, quizá se identifique más con: «Centro de recogidos vacas-soñando de Haina», porque, aunque nos tratan como animal, sí que soñamos, soñamos con que un día nos traten como seres humanos, con toda la dignidad que nos merecemos, sin odio, sin desprecio, sin haitianofobia. ¡Centro de Acogida Vaca…, guácala! Irónico, ¿no? Claro, estamos de vacaciones. Estamos va-ca-soñando. ¿Por qué no? ¿Cuál es la diferencia entre una vaca y tú, en esta situación?
Ya en el patio del centro, anhelas que te saquen de una vez de la guagua-cárcel para poder respirar un poco de aire fresco, pero no, te dejan ahí, encerrado, mientras el sol pega de lleno en el metal de la guagua-cárcel, el calor se te mete de lleno en el cerebro. Tienes la sensación de que sus intenciones son retorcerte hasta chuparte la última gota de sudor, hasta que pierdas el sentido. Cuando por fin te bajan es para meterte en filas de diez, tomarte fotos —evidencia de un trabajo heroico, patriótico: pornografía de tu miseria— porque en ese centro vaca-soñar has ido a modelar.
Adentro hiede igual que la cárcel. Un piso de cemento, mojado, donde duermen los que se quedan más días. Afuera, gente pagando para que suelten a sus seres queridos. Los que no tienen dinero, pues que esperen, están meditando su suerte. Mientras tanto te preguntas, si nos tratan así, a la gente legal y visible, ¿cómo tratarán a los invisibles, a los indocumentados y sin voz? Pero lo más triste aún es que, cuando finalmente te sueltan, ya la República Dominicana no te sabe igual. Sabe a podrido, a descomposición. Entonces te preocupa, te duele, no volver a mirar a tus amigos de este país con el mismo respeto, con el mismo aprecio y amor, aunque la culpa no es de ellos.