Parecen ratas al subirse por las aceras. Raudas, veloces, se suben por los contenes. Van en contravía. Cruzan en rojo los semáforos. Conduzco como mosca. Con ocho ojos. Miro más los espejos retrovisores que hacia adelante, o frente a mí. Miro de reojo. Con la rabiza de los ojos. Contorneo la mirada. Manejo mi carro con los nervios de punta. Al salir de mi casa, los esquivos. Los evado. A leguas, los diviso y les temo. Así andamos. Así estamos en esta ciudad demoníaca. Salir cada día a las calles es salir a un pandemónium, a un caos ruidoso e infernal. Los carros nos aturden. Los peatones, nerviosos, cruzan la calle en rojo. Hacen igual que los motoconchistas, ignorando que para ellos también hay ley, pero la violan igual. Sí, esas ratas sin ley, nerviosas, como deliverys, cobradores o repartidores de pizzas, que andan a mil buscando propinas. Así son. Corren como ratas veloces. Como si las persiguieran gatos o hurones. Manejar un auto a todas horas es confesarse con el demonio. Hay que persignarse y encomendarse a un dios egipcio. Nadie los detiene ni multa. Son los dueños de las vías. A los motonconchistas los parió un demonio caribeño. Salgo con los dedos cruzados. Miro los espejos laterales. Miro el espejo del techo. Mido su distancia. Pero que va: te vuelan y te saltan encima. Te rayan tu carro. Andan ahora con un celular en una mano y con la otra sostienen el timón. Hablan y miran el google map. Usan una sola mano y con la otra hacen fotos y googlean. Son el infierno de las noches y los días citadinos. Llegan como abejas a su panal de miel, cuando llegan pasajeros del metro, del bus o del carro de concho. Se pelean los pasajeros. Se los disputan a rajatablas, a empujones y hasta a puñetazos. Se matan entre sí. Son, en fin, una pesadilla urbana. Los odio. Y los odio porque les temo. Cada día mueren decenas de esos desaprensivos y temerarios, esos demonios del timón y de la velocidad. Algunos porque hacen equilibrio hasta un kilómetro con el timón suelto, haciendo piruetas en una sola goma, para llamar la atención. Son unos suicidas. Lo hacen incluso para ganar competencias o ser grabados con celulares, y sus videos subidos a las redes para ganar views. Si les tiras tu carro y se golpean o si se rompen una pierna o un brazo, te jodiste: vas preso. Su abogado te pone impedimento de salida del país y tienes que pagarles sus gastos médicos. Por eso digo e insisto que son una pesadilla diurna y nocturna. No recuerdo cuando se multiplicaron como pulgas. Ni cuando se volvieron tan agresivos y violentos. Vuelan y se cruzan en zigzag o se entrecruzan frente a los agentes de tránsito. Nadie puede con ellos. Están más allá del bien y del mal, y fuera de la ley. Aceleran. Aceleran. Aceleran. ¡Ran! ¡Ran! ¡Ran! ¡Ran! Al unísono, aceleran los motores, y ¡zas!, salen como gacelas, perros galgos o caballos de carrera al mismo tiempo, y así se cruzan los semáforos en rojo. Los agentes de tránsito ya los dejan cruzar a ver si se matan y salen de algunos de ellos. Hacen equilibrio, saltan, levantan la goma delantera como estatuas ecuestres. Como caballos de guerra. De modo que son los dueños de las horas y los días. Son plagas. Ratas que vuelan por tierra. Y con su vuelvo terrestre, se roban la paz y el silencio. Se llevan a quien se interponga en el camino. Porque son propietarios de los caminos. Son el puro diablo prendido en candela. Cada hora muere uno con la cabeza partida, una pierna rota, destrozado el cuello y molida la cara. Ya nadie siente pena cuando se estrellan y caen de cabeza. Todo el mundo los maldice.
–Mira cómo va ese maldito ahí, como una bala. Ojalá y se mate—dijo mi amigo Héctor. Así dice todo el mundo.
—Es que nos tienen hartos—le dije.
Ya se adueñaron de la ciudad y hasta de los campos. Nadie les pone frenos. Son una vaina. Una ladilla. Son ratas que violentan la paz y crean el caos cotidiano. Un día gobernarán el país y el mundo. Crecen como moscas. Tienen sindicatos. Así que nadie puede con ellos. Nos jodimos. Ningún candidato de partido o ningún presidente los cuestionan u ordenan su apresamiento, pues pierde las elecciones, ya que son millones de votos. Si eres peatón, debes caminar igual con ocho ojos, pues te salen hasta de la sombra. Parecen invisibles. Son nerviosos como los perros. Impacientes. Doblan y giran entre tus piernas y se confunden hasta con tus pasos. Tienes que correr para evitar que te rompa una pierna o te tumben en el pavimento con tres costillas rotas. Hay que huir como el diablo a la cruz a no ser que quieras se desmonte y te den un tiro o un machetazo si discutes con ellos o les reclamas una imprudencia. Son los dioses de las autopistas y los demonios del volante. Por su culpa somos el segundo país con más accidentes de tránsito del mundo, gracias a esos desaprensivos. ¿Y los deliverys? ¡Ay, esos llegaron para hacer competencias de temeridad! Para ganarse propinas andan como locos del timón haciendo piruetas o esquivando autos, motores y personas. Son los terrores de los ancianos que, cuando los ven, se asustan y hasta pueden morir de un infarto o de un susto.
Cuando quiero caminar cada día muy temprano, llego extenuado y con la lengua como un perro, de tanto esquivarlos en el camino de mi casa a la plaza Iberoamérica. Otras veces me voy en mi auto, pero me desilusionan los tapones y encuentro que pierdo más tiempo en la ruta. En fin, caminar y conducir se han vuelto rituales cotidianos infernales en esta ciudad selvática, donde la ley de los conductores de carros y motores se ha convertido en el imperio de los días y las noches de estas calles de dios.
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