Hay algo que me ronda la mente desde hace tiempo. Escucho tantas voces hablando de inteligencia artificial que, a veces, pareciera que estamos frente a un monstruo incontrolable, como si la máquina estuviera a punto de tomar el poder sobre nuestras vidas. Y yo no lo veo así. Quizá porque pienso que el problema no es la tecnología, sino quién la controla y con qué propósito.
Me gusta mirar atrás para entender lo que viene. Por ejemplo, pienso en 2001: Odisea del Espacio, aquella obra maestra de Stanley Kubrick. Cuando la vi por primera vez, me impresionó la capacidad creativa de imaginar a HAL 9000, esa computadora que decide tomar el control de la misión. Aquello fue cine, arte puro. Y, sin embargo, cuando Kubrick filmó esa historia, la inteligencia artificial estaba en pañales; era prácticamente la prehistoria tecnológica. Pero el arte ya se había adelantado décadas, quizá siglos.
Eso es algo que siempre me maravilla: el arte va kilómetros por delante de la ciencia. La ciencia necesita lógica, pruebas, datos, razonamientos. El arte, en cambio, es intuición, riesgo, salto al vacío. El arte puede matar y revivir a un personaje en la misma página. La ciencia, hasta hoy, no. Y no lo digo como crítica: son naturalezas distintas.
Ahí están Julio Verne y Da Vinci para demostrarlo. Verne imaginó viajes submarinos cuando ni siquiera existían las bases técnicas para construir un submarino. Da Vinci soñó con un aeroplano siglos antes de que los hermanos Wright levantaran el primero del suelo. El arte siempre ha sido un visionario del futuro. Nos muestra lo que todavía no sabemos hacer, pero quizá algún día lograremos.
La IA y lo humano
Con la inteligencia artificial pasa algo parecido, pero aquí quiero ser claro: la IA no es, ni será jamás, un ser humano. Podrá imitar nuestra forma de escribir, nuestras voces, nuestras emociones; podrá aprender patrones, resolver problemas, hasta “crear” música o imágenes. Pero no siente, no vive, no sueña. Imitar no es ser.
El problema no es la IA en sí misma. El problema somos nosotros, los que la creamos. Nosotros decidimos para qué la usamos, quién la controla, en qué manos la dejamos. Si algo hay que vigilar, no es a la máquina: es al poder que la maneja.
Pensemos en Internet. Fue, quizá, el invento más revolucionario de nuestra época. Antes, solo quienes tenían bibliotecas, dinero o acceso privilegiado podían encontrar información. Hoy, alguien en el rincón más apartado del mundo, con un celular y una conexión débil, puede investigar lo mismo que un académico en Harvard. ¿Qué otra herramienta ha democratizado tanto el conocimiento? Ninguna.
Por supuesto, Internet trajo peligros y excesos: manipulación de datos, concentración de poder, fake news. Pero, si ponemos todo en la balanza, ha sido un motor de progreso humano incomparable. Y la IA es igual: una herramienta. Ni ángel, ni demonio. Depende de cómo la usemos.
El miedo y los profetas del desastre
Cuando surgen tecnologías que la gente no comprende, siempre aparece el miedo. Pasó en la Edad Media con los flagelantes, esos que recorrían los pueblos diciendo que el fin del mundo estaba cerca y que todo era un castigo divino. Pasó con las vacunas, cuando muchos llegaron a creer que inyectarse era dejarse poner un chip para ser controlados. Y ahora pasa con la IA.
Sí, hay que tener cuidado, pero no miedo. Prevenir no es paralizarse. La prevención es reflexión, es pensar en límites, en reglas, en ética. No se trata de detener el avance, sino de decidir juntos hacia dónde queremos que nos lleve.
Lo que sí me preocupa —y aquí coincido con varios analistas— es que la tecnología, si no se regula, puede terminar en manos de unos pocos para dominar a muchos. Ese es el verdadero riesgo. No es la IA como tal: son las relaciones de poder que se construyen alrededor de ella.
Lo irremplazable
Hay cosas que ninguna máquina podrá tocar. Ninguna IA va a reemplazar la mano de una enfermera sosteniendo la de un paciente que tiembla de miedo. Ningún algoritmo dará el abrazo que una madre le da a su hijo, ese calor humano que atraviesa generaciones. Ningún chatbot comprenderá, de verdad, el silencio incómodo en la consulta de un psicólogo cuando las palabras no alcanzan.
La inteligencia artificial puede simular empatía, pero no sentirla. Y esa es la línea que no podrá cruzar jamás.
Mi conclusión
Yo miro la inteligencia artificial como miro cualquier gran avance humano: con asombro y con cautela. No es un enemigo, pero tampoco un salvador. Es una herramienta, y como toda herramienta, depende del uso que le demos.
No hay que tenerle miedo, pero tampoco hay que dejarla suelta. Nos toca a nosotros, como humanidad, decidir cómo integrarla para que beneficie a todos y no a unos pocos. En el fondo, el desafío no es tecnológico, es profundamente humano.
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