Desde la línea de los grandes acontecimientos políticos que separaron a las colonias hispanoamericanas de las potencias imperiales europeas, momento en que se fundaron las repúblicas nacionales, incluyendo los movimientos independentistas de mediados del siglo XIX: alzamientos armados, rebeliones,  guerras montoneras, conjuras y traiciones. Ajusticiamientos, magnicidios, protestas armadas, intervenciones extranjeras y golpes militares, hasta bien iniciado el siglo XX, se puede rastrear paso a paso, todo el corpus de la identidad histórica de América Latina, desde ese tiempo  hasta la fecha.

Ese proceso de reforzamiento del ser político latinoamericano fue construyéndose concomitantemente, adherido a las esferas espirituales del arte y la literatura. Estos registros son más que suficientes para ver en profundidad de qué manera la literatura (véanse la poesía y la narrativa específicamente, pero también la música) ha intervenido y ayudado a consolidar los procesos de fijación y afianzamiento de la identidad. Cómo el imaginario colectivo, a través de la literatura ha podido apropiarse y establecer en su mente los componentes originarios de la cultura, creando en el inconsciente colectivo un sentido de pertenencia sobre los valores que la conforman. Estamos en procura de un patrimonio intangible que los pueblos asumen simbólicamente mientras se construye el espectro político. También se puede ver cómo, a través del tiempo, el arte ha servido de contrapeso al discurso represivo de los aparatos estatales y cuáles han sido los triunfos espirituales sobre los que se han fundado las esperanzas del continente cultural fraguadas en los hombros de los hombres y las mujeres como seres sociales y como sujetos de la historia.

Sin dudas que estas inquietudes crearon una marca epocal y una línea de pensamiento en nuestra historia literaria. En ese sentido, María Zambrano advierte que “lo más irrenunciable para la poesía es el dolor y el sentimiento; por eso la poesía mantiene la memoria de nuestras desgracias”, lo que en definitiva nos hace pensar y reflexionar.

María Zambrano.

En virtud de que los sujetos sociales están altamente vinculados a la historia, esa vinculación requiere de maneras específicas como el arte para que pueda ser asumida desde la vertiente del ser. Así como toda aptitud del sujeto está sometida necesariamente a los designios del pensamiento, la identidad, como hecho sentimental se asume desde lo más profundo del ser. Por lo tanto, asumir la identidad también está ligado a lo filosófico, a raíz del principio de alteridad.

En ese sentido, la literatura ha sido capaz, en vez de proponer características diferenciales en el orden social para establecer la identidad, por el contrario, su papel ha sido el de legitimar y afianzar esa identidad. En función de que los componentes básicos de la identidad están asociados a lo humano a través de una base espiritual. Por esa causa la literatura, en la medida de lo posible, ayuda a que la identidad siga siendo un gerundio en la mentalidad de la gente.

En los primeros 50 años del siglo XX la experiencia la tuvimos desde la poesía, porque hubo un tramo de la vida histórica que permeó ideológicamente el horizonte literario y los poetas supuestamente “progresistas” comulgaron con los principios de la ideología comunista. Por lo tanto ese proceso de construcción de la identidad política en un momento estuvo asociado a los procesos revolucionarios del continente y de los pueblos del Caribe.

En ese sentido hay una literatura que funda la idea de identidad política en América Latina y una que luego la afianza. Diríamos que están separadas por el tiempo:  A la luz de la fundación de las repúblicas los poetas y escritores dejaron su legado y revalorizaron el espacio geográfico de las naciones, otorgándole sentido y color, y certificando en consecuencia las esencias del ser cultural. La otra, después de fundadas las repúblicas, se fundamentó en la defensa de la soberanía nacional. A partir de ahí se inició el mensaje de la llamada “literatura comprometida”, o “literatura social”.

Es que la literatura ha estado presente en el marco de las conquistas sociales y políticas, desde una aptitud francamente panfletaria, hasta convenir en la concepción ideológica de una estética simbólicamente bien definida. Sólo hay que ver los movimientos de la poesía social en América Latina. Diríamos que ese espectro se crea, entre el discurso político autoritario del poder y el discurso democrático y disidente de los sujetos sociales. Lo importante es que la literatura y el arte definen las fronteras y los meandros de la conciencia, degallan y llevan a cabo una labor de discernimiento de lo bueno sobre lo malo. Las literaturas y los movimientos artísticos abonan el camino de la conciencia, humanizan el discurso en función de lo que le conviene al ser espiritual. En vez de lo racional, la literatura asume el lado de lo estético. Las vivencias se asumen a partir del hecho estético. De ahí su perenne valor de concienciación sobre las masas. El sentido de lo verdadero perdura a través del arte, de manera que se asumen de forma inconsciente e irracional los valores de la cultura propuestos por el discurso literario y simbólico.

En el marco de esa representatividad ha habido también un discurso del poder que se ha manejado en el orden de la diatriba. Al margen de ese discurso la literatura, de manera sosegada y cernida ha jugado su papel, y ha marcado las líneas posibles sobre las cuales se puede adoptar el supremo valor de la conciencia. Así que trascender las esferas de la vida social ha sido en todos los tiempos y en todas las épocas una labor del arte, por eso hay que ver y estudiar la lucidez con que la humanidad ha asumido el legado de  las culturas antiguas y como ellas han ayudado a iluminar el pensamiento del hombre desde la antigüedad clásica hasta hoy.  Véase por qué los poderes fácticos les temen tanto a los movimientos del arte universal. Por qué durante los períodos de guerras e invasiones, épocas enteras de obras literarias, bibliotecas, salas de arte y museos han sido pulverizados en el fragor de las cenizas.

Cristóbal de Llerena.

Este momentum de la libre expresión de las ideas y la libertad de pensamiento que procura la literatura, diríamos la narrativa y la poesía, en nuestro patio se inició con el entremés del español Cristóbal de Llerena, quien en boca de un pescador, plantado en las orillas del Ozama, critica de manera simbólica el espectro del colonialismo español en el siglo XVI, luego refrendado por los sermones de Montesinos.

Los procesos de la identidad política también estuvieron marcados por la acumulación de mucha violencia, azuzada a finales de los años sesenta por la ideología comunista y refrendada en el terreno por los movimientos políticos  y guerrilleros de nuestros países, en los que tanta gente se inmoló por causa de una utopía, sobre todo en Centroamérica y el Caribe, de manera específica en Nicaragua y El Salvador, donde habitaban las voces más insurgentes y encandiladas de la poesía social en contra del imperialismo norteamericano, junto al arraigo que provocaron los grupos juveniles y artísticos de izquierda que llevaron a cabo un amplio programa de espectáculos políticos a través de  la llamada “canción de protesta” en América Latina.

César Vallejo.

Esta poesía comienza a gestarse probablemente cuando Rubén Darío le dedica su monumental poema al presidente Roosevelt. Con Vallejo y con Neruda, se crean los perfiles de este canon. Pero su poder de penetración en la conciencia social y colectiva de los latinoamericanos alcanza su mayor impulso con Ernesto Cardenal de Nicaragua, el uruguayo Mario Benedetti y el poeta salvadoreño Roque Dalton.  Tanto así que los gobiernos de derecha y las dictaduras de la época la veían como una posibilidad de socavamiento de las esferas de poder, y por esta causa los poetas y escritores fueron ampliamente perseguidos, traicionados y encarcelados. Algunos optaron por el exilio como Pedro Mir, de República Dominicana, mientras otros pagaron con sus vidas.

Rubén Darío.

Diríamos que la llamada poesía social se funda en el fragor de las ideologías políticas de izquierda. Esta literatura actúa en este caso, en función de las  expectativas y deseos colectivos de las grandes mayorías. Más bien, se convirtió en la voz de los que no tenían voz. Así mismo, sirvió como fuerza de choque al poder establecido, en virtud de que el aparato represivo de los gobiernos estatales  trataba de avalar una falsa “legitimidad sobre los discursos del poder como  verdades irrebatibles” e incuestionables. En fin, se puede afirmar que esta literatura radicalizó en cierta medida “el poder social y simbólico del lenguaje”.

Eugenio Camacho en Acento.com.do