Trabajamos juntos en Publicitaria Cumbre. Él, como director de Relaciones Públicas; yo, encargado de Nuevos Negocios y ejecutivo de cuentas. Nuestro hermano Freddy Ginebra era el presidente de la agencia y el alma que tejía vínculos entre talento, sensibilidad y visión cultural. En ese entorno creativo y exigente, José Rafael se movía con la solvencia de quien dominaba la palabra y la entendía como acto de conciencia.
No bastaba convencer: había que decirlo con elegancia, con la dignidad que merecen las ideas. José Rafael lo sabía y lo practicaba. Su voz pausada, su mirada atenta, su ironía fina… Conversar con él era encontrarse con la literatura en medio del marketing, con la ética en un mundo donde casi todo se negociaba.
Y casi siempre —como si llevara una brújula literaria en el bolsillo— tenía uno o dos libros que recomendaba leer “urgentemente”. No imponía: sugería. Y lo hacía con la convicción de quien ya había probado esa lectura y quería compartir un secreto que podía transformarte. En medio de las reuniones, los diseños de campañas o las largas jornadas de cliente, él dejaba caer una frase de Cortázar, un verso de Neruda, una cita de Bosch.
Fue precisamente mientras compartíamos aquel ritmo diario de agencia cuando recibió la llamada: lo habían designado ministro de Cultura. Lo celebramos como se celebra a los que uno sabe que honrarán la tarea. José Rafael no llegaba a un cargo: llegaba a su destino. Pasó de escribir discursos para otros a ser él mismo el rostro de una política cultural que marcó una época.
Más allá del trabajo compartido, José Rafael fue un escritor de fondo, un intelectual que pensaba el país no desde las alturas, sino desde el alma. Su obra, vasta y rigurosa, fue siempre una invitación a leer con más conciencia, a entendernos como nación con memoria.
Poeta, ensayista, ministro, académico, maestro de generaciones. Pero yo lo recuerdo, sobre todo, como compañero: generoso en sus palabras, fiel a sus convicciones, capaz de mantener la cortesía aun en la discrepancia. Tenía la rara virtud de la sobriedad brillante.
Hoy, mientras el país lo despide como uno de sus hombres de letras más completos, yo lo despido como ese amigo silencioso que caminó a mi lado durante años de oficio compartido. Agradezco haberlo conocido no solo en sus textos, sino en los días comunes, en la cotidianidad de una agencia donde él supo dejar huella sin estridencias.
Que descanse en la paz de los que escribieron con propósito, vivieron con sentido y sirvieron a la cultura sin buscar recompensa.
Compartir esta nota