Cuando muere un hombre, se va con él parte de la humanidad; pero no es esto algo relacionado a lo numérico, a lo cuantitativo, sino a lo cualitativo, a una parte virtuosa de la memoria de nuestra manada.
Se nos ha ido José Rafael Lantigua. Y no vayamos a pensar que ha sido uno más. No. Con él se va uno de los más cultos entre los cultos. No procedamos con distancia, porque morirse tal vez sea la fuga perfecta, quitarse el cuerpo para que no puedan ya mirarnos quienes, aun sin saberlo, van dejando de querernos. No, no es eso; ni es tampoco una porción de tiempo que se fatiga de llamarse con vocablos impostores. Ni pensemos que ser culto es contener datos fríos y disociados, poblarnos de informaciones superficiales, recitar anécdotas, citar nombres, fechas, lugares y alardear de intelectual y peores condiciones; ser culto tal vez no es algo de lo que podamos transferir una resuelta definición sin prostituir la semántica o dictar cómo ponerse un traje y salir a la plaza en domingo, para hacer de docto. Es una de esas cosas que sabemos, pero que cuando se nos pregunta no sabemos decir; porque no es algo que tenga por residencia a los diccionarios. Acaso es posible indicar, señalar a los pocos de los que se les puede atestiguar la condición de ser cultos. Eso se me ha dado hacer, dirigir el índice en dirección a José Rafael Lantigua. Y subrayamos lo de culto como un grado de evolución de la condición humana que permite ser en refinados y respetuosos modales que elevan la conducta frente al patrón inadecuado e irrespetuoso de conducta ya acuñado, mediante el cual acontecemos, y el cual damos por válido y común.
José Rafael Lantigua ejerció muchos oficios, y en todos se distinguió por su depuración, por su tacto de respeto en el trato, en la actitud de escucha; hizo un arte de orfebrería con la palabra y un orbe significo del silencio. Lantigua pasa a ser el arquetipo del ministro de cultura, el gestor que trabaja en equipo, prevalido de la meridiana certeza de qué es realmente la cultura y cuál es el rol de un ministro de cultura. No hemos tenido otro igual, es cierto; y que no se nos ocurra creer que es sencillo como una moda igualarle. Jamás tendremos otro que, como él, encarne en sí mismo lo que debe ser la cultura como sello distintivo. En él fue una condición entrañable a su naturaleza como ente culto, como status sin espacio para la mezquindad y la soberbia. No bastó que le rodearan algunos oscuros para mancharse; tuvo él la agudeza y humildad del sabio que tasa y pone en límites de balanza lo necesario en cada espacio y tiempo.
Sin duda, uno de los aciertos del presidente de entonces fue designar a Lantigua en el Ministerio de Cultura. Y qué pena que ya no tendremos otros que se le aproximen. No sólo por la gestión que fijó, sino también, porque tuvimos la oportunidad de saber que es posible ser culto, aun en medio de la crisis de valores más grandes que ha conocido nuestra sociedad.
¡Vaya en paz, maestro, a la morada de los justos, que sin duda, es la memoria de los que cultivan la gratitud!
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