Dedicado a los Padres de la Patria dominicana, que nos legaron algo más grande que una bandera: el gentilicio. Decir “soy dominicano” es decir historia, mezcla, dignidad y futuro.
La categoría de “raza” ha sido una de las construcciones más persistentes y problemáticas del legado colonial en América. Nacida para justificar sistemas de dominación, jerarquías sociales y estructuras económicas, ha sobrevivido —camuflada o explícita— en discursos oficiales, prácticas culturales y documentos legales. Sin embargo, tras siglos de mestizaje profundo, las categorías que en su momento sirvieron para nombrar las mezclas fundacionales (mestizo, mulato, zambo) se han vuelto insuficientes. Ya no nombran con precisión, ni respetan la complejidad de las identidades vividas.
En este ensayo, exploro la imposibilidad de seguir clasificando racialmente a las personas en contextos como el dominicano, donde la historia ha producido una identidad derivada, trenzada, irreductible a las fórmulas coloniales. Propongo, en cambio, una ética del reconocimiento basada en el gentilicio, y una reflexión poética sobre lo que significa afirmar, con pleno derecho, la frase: “soy dominicano.”
Herencias imposibles de nombrar
En la vasta cartografía humana de América, el concepto de “raza” no ha sido un descriptor biológico neutral, sino una construcción ideológica nacida del poder colonial. Desde los primeros contactos entre europeos, pueblos originarios y africanos esclavizados, la mezcla fue una constante histórica. Pero lo que en la realidad era diversidad vital, fue reducido por la lógica colonial a una jerarquía arbitraria, organizada según el color de la piel, el origen y la supuesta limpieza de sangre.
Así nacieron las etiquetas: mestizo, mulato, zambo, castizo, morisco… un sistema obsesivo de clasificación que pretendía registrar cada posible combinación entre blanco, negro e indígena. Sin embargo, la vida social y reproductiva de las colonias desbordó rápidamente ese orden artificial. A medida que el tiempo avanzaba y las generaciones se multiplicaban, los rostros y cuerpos americanos comenzaron a escaparse de toda nomenclatura. La historia siguió su curso y, en países como la República Dominicana, esas categorías coloniales hoy resultan inoperantes para describir lo que verdaderamente somos.
La noción de raza, como advirtió Aníbal Quijano, fue una invención instrumental, útil para consolidar la colonialidad del poder. No respondía a una verdad biológica, sino a una necesidad de dominación. Clasificar cuerpos, asignar valores sociales según el fenotipo, justificar la esclavitud y organizar el trabajo: todo eso fue hecho en nombre de la raza. Lo que empezó como un ejercicio de administración colonial, terminó siendo una narrativa que modeló las identidades y las relaciones sociales durante siglos.
Durante la colonia hispánica, el sistema de castas fue uno de los instrumentos más sofisticados de ese ordenamiento. Pinturas, documentos notariales y censos intentaban dar cuenta de la mezcla, controlarla, nombrarla. Pero nombrar no era solo describir: era asignar posición social, derechos y exclusiones. A cada nombre correspondía una expectativa, una carga simbólica, un destino probable.
Con la independencia de las repúblicas latinoamericanas, esas categorías fueron reformuladas. Lo que antes era “impureza”, se convirtió en símbolo de identidad nacional. El mestizaje, especialmente, fue exaltado como signo de modernidad. Sin embargo, esta exaltación fue también una operación ideológica: una forma de invisibilizar lo negro y lo indígena, reduciendo la diferencia al relato del “mestizo ideal”, que muchas veces no era más que un blanqueamiento cultural disfrazado de unidad.
Hoy, después de siglos de mezcla continua, esas categorías son insuficientes. La realidad racial en América Latina, y particularmente en República Dominicana, ya no puede ser descrita con palabras como “mulato” o “mestizo”. La mayoría de los dominicanos poseen una composición trenzada, con raíces africanas, indígenas y europeas entrelazadas en proporciones imposibles de separar. El lenguaje cotidiano lo revela: términos como “indio claro”, “prieto fino”, “trigueño”, “blanco de calle” expresan esa diversidad no clasificable.
En este contexto, intentar definir la identidad racial con precisión se convierte en un gesto absurdo. Lo que predomina no es una raza pura ni una mezcla identificable, sino una subjetividad abierta, una herencia múltiple, una biografía mestiza sin nombre. La identidad dominicana —como muchas otras en América— ha trascendido las categorías coloniales. Es una identidad derivada, fluida, simbiótica, viva.
Lo dominicano como aíntesis
Desde el exterior, sin embargo, persisten intentos por interpretar la sociedad dominicana a través de marcos raciales rígidos. Uno de los casos más discutidos es la relación con Haití. Pero afirmar que existe racismo estructural en la República Dominicana es desconocer su historia y su realidad cultural. Si bien hay tensiones, estas no son de naturaleza racial, sino económica y cultural. Haití, siendo históricamente más empobrecido, ha generado flujos migratorios hacia el territorio dominicano. Y como ocurre en muchas partes del mundo, el país receptor —económicamente más estable— establece mecanismos de protección, a veces expresados como rechazo.
Este rechazo, sin embargo, no se manifiesta contra el color de la piel. Un haitiano con poder adquisitivo, educación o integración cultural no es objeto de repudio. Lo que genera fricción es la presión sobre el mercado laboral, los servicios públicos o la soberanía fronteriza. La experiencia cotidiana lo demuestra: en barrios, mercados, campos y bateyes, dominicanos y haitianos conviven, trabajan, forman familias y se vinculan en la vida comunitaria. Existen matrimonios mixtos, colaboraciones agrícolas, celebraciones compartidas. Es una relación compleja, sí, pero no racializada en el sentido estricto.
Frente a la imposibilidad de clasificar con justicia, y frente al riesgo de reducir al ser humano a una casilla censal, es necesario proponer una nueva mirada. Una ética del reconocimiento. Reconocer al otro no por su color, ni por su mezcla, ni por su origen genético, sino por su biografía social, su cultura vivida, su dignidad, y echar una mirada a lo que plantea Anibal Quijano (2007) cuando sostiene que “la colonialidad es un elemento constitutivo y específico del patrón mundial de poder capitalista. A partir de esta, la población mundial es sometida a una clasificación racial operando en cada una de las dimensiones de las relaciones sociales”.
En esa línea, propongo abandonar las categorías raciales heredadas y sustituirlas por el gentilicio. En el caso dominicano, decir “soy dominicano” es suficiente. Esa afirmación contiene siglos de mezcla, de lucha, de creación cultural. No hace falta decir más. Ser dominicano implica ya una carga histórica y simbólica que abarca lo africano, lo taíno, lo español, y lo que no puede nombrarse. Es una síntesis. Es una identidad sin necesidad de fragmentación. No es una evasión, sino una afirmación más alta.
Esto no niega la historia. No borra la esclavitud ni las injusticias. Pero sí nos invita a no seguir definiéndonos por las heridas, sino por lo que hemos construido con ellas. Lo importante no es de qué “raza” se proviene, sino qué mundo se habita, qué cultura se expresa, qué vínculos se crean. No se trata de negar la mezcla, sino de comprender que esa mezcla ya no necesita ser clasificada.
Porque, al final, la identidad no es una fórmula. Es una memoria viviente. Y la mejor manera de honrarla es reconocerla sin encasillarla.
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Referencias Bibliográficas
- Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. CLACSO.
- Fanon, F. (1952). Peau noire, masques blancs. Paris: Éditions du Seuil.
- Hall, S. (1996). Who Needs Identity? En Questions of Cultural Identity.
- Torres-Saillant, S. (2000). Introduction to Dominican Blackness. CUNY DSI.
- Wade, P. (1997). Race and Ethnicity in Latin America. Pluto Press.
- Martínez, M. E. (2008). Genealogical Fictions. Stanford University Press.
- García Canclini, N. (1990). Culturas híbridas. Grijalbo.
- Segato, R. L. (2007). La nación y sus otros. Prometeo.
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