Si don Miguel de Cervantes Saavedra brotara hoy del polvo silente de su huesa, no hallaría ni gloria ni asombro, sino el frío tedio de la piedra que la envidia lanza con sigilo y constancia. Volvería —quizá— con la pluma enhiesta, a trazar, como antaño lo hizo, la locura más pura en un mundo donde la cordura finge, y la hipocresía reina disfrazada de virtud. Pero su voz, diestra y quijotesca, no hallaría oído que la escuche. El eco del algoritmo digital corre más rápido que la verdad, y su palabra, noble y recia, se perdería en la selva de lo efímero, ahogada entre ruidos de ocio basura, chismes de farándula, donde los necios truecan injurias y farsas por un puñado de «Likes» y el alma se vende al mejor postor de la nada.
El tiempo es un verdugo sin memoria y el presente un bufón sin reverencia ni linaje. La sociedad actual, encorvada ante el altar de su reflejo, se embriaga del narcisismo que destilan los filtros, transfusiones diarias de máscaras digitales, con las que no buscan ser, sino parecer. El maestro Diógenes Céspedes llamaría a este fenómeno la cultura light.
El poeta y ensayista dominicano José Mármol diría que «El mayor compromiso de un escritor es la transgresión de la realidad a través del poder simbólico de las palabras», pero en la juventud actual, ya no hay amor por la prosa que alumbra ni por el verso que hiere; aborrecen la luz si no brota de su cráneo hueco. A los grandes vivos los ignoran con estudiada indiferencia; a los muertos ilustres, los alzan como estatuas que apenas comprenden.
¿Quién se atrevería hoy a entregar el premio Cervantes a un manco que aún respira, al que no ha sido santificado por la muerte? ¿Cómo premiar al padre de la escena si no ha sido aún convertido en polvo y mito? ¿Ofrecerían laureles a quien fue acusado de herir en duelo, que huyó a Italia con la justicia pisándole los talones, que cayó prisionero de piratas berberiscos, y pasó cinco años de esclavitud en Argel? ¿Premiar al que fue condenado al arresto por herir a Antonio de Segura en combate y perdió la diestra en la batalla de Lepanto? No. A los genios no se les perdona la carne viva. Solo el cadáver ilustre, el eco lejano, merece la reverencia de una sociedad que prefiere la sombra al fuego, y el mito al hombre.
Tal vez, en un descuido sin culpa, o guiada por la escasez que muerde los rincones más humildes, mi madre —mi dulce madre— sin saberlo, dejó de nutrirme como debía. Y así, en el silencio de los días grises, se sembró en mi carne una ausencia de sol, una carencia sutil de vitaminas que hoy, quizás, explica los desvaríos que visitan mi mente como sombras antiguas, y esos delirios tercos que me habitan como huéspedes sin nombre y que me mueven a plantear lo siguiente:
Si las andanzas del buen Miguel de Cervantes transcurrieran hoy en la República Dominicana, no serían los cantares de gesta quienes narraran su historia, sino los programas de farándula, banqueteándose con el morbo como plato principal. Los noticieros subirían en segundos el video del duelo —no de espada fina, sino de «bricha» larga y afilada, lengua de mime con filo de acero— en el que don Miguel, tras herir a Antonio de Segura con la furia del honor, huiría montado en la cola vibrante de un motor, esquivando la ley entre semáforos rotos y calles sin asfalto.
Los comentaristas, con voz de espectáculo y juicio sin toga, dirían que se esconde en «Friusa», o tal vez en «Los Guandules», quizá entre las sombras densas de «la 42 de Capotillo», esa tierra sin dueño, sin ley ni medida, donde el ruido ahoga el verso y la justicia es un rumor que llega tarde.
Y mientras tanto, Cervantes —exiliado otra vez— tomaría notas en servilletas arrugadas, pensando que ni Argel fue tan áspero como este nuevo capítulo donde la honra se mide en vistas, y el ingenio se quema al calor del trending topic.
En cuanto a su captura por los piratas berberiscos y sus cinco años de esclavitud en Argel, hoy dirían que todo comenzó porque el pobre Cervantes, en una esquina del barrio, se compró una chata de ron barato y puso a todo volumen la canción «Pena de Luis Segura», esa bachata honda como cuchillo en el pecho. Una doña de ceño fijo —enemiga jurada de la alegría ajena— llamó al escuadrón incauta bocinas del Ministerio de Interior y Policía, alegando que aquel ritmo era más mortal que la puñalada que antaño propinó a Antonio de Segura.
Fue así como dieron con él y lo llevaron a Najayo, donde no tardaron en apodarlo «El Mocho», sin saber que ese hombre de una sola mano habría de parir al más grande caballero de la literatura en lengua castellana. Entre muros grises, «El Mocho», comenzó a enseñar lírica a los internos más inquietos: les mostraba cómo rimar penas y sueños, cómo hacer de un reguetón una elegía, y de un quitipó, una décima rebelde. Dicen que hasta bautizó un perro callejero del penal que era propiedad de «El Probó» del penal quien lo respetaba por su lealtad silenciosa.
Pero no todos aplaudían su ingenio. Tres reclusos de verbo afilado y ego inflamado —un tal Lope de Vega, alias El Chupas, Francisco de Quevedo, alias Mano Muerta, y Luis de Góngora, alias Piñimi— se sintieron eclipsados por la popularidad de «El Mocho» entre los «sin cerebro» del patio, y una noche le dieron tremenda paliza.
Según el parte del médico legista del penal, «El Mocho», quedó tan aturdido, que sobre el cartón donde dormía comenzó a escribir lo que parecía una novela, y en el encabezado torpemente leído decía: Don quiniela el boca ancha. Pero luego se supo —gracias a un recluso con vista buena— que lo que en verdad decía era: Don Quijote de la Mancha.
La rivalidad entre «El Mocho», El Chupas, Mano Muerta y Piñimi fue tal, que llegó a ser leyenda en los pasillos de Najayo, una enemistad de versos y puños, de estrofas y celos sin redención, como solo ocurre cuando la genialidad coincide en la misma celda.
Y así fue que, tras cruzar las sombras de Najayo y recobrar la frágil libertad como quien emerge del vientre de una noche sin luna, don Miguel —ya con el primer esbozo de aquel caballero que confunde molinos con gigantes— puso su alma en papel y ofreció su criatura al juicio de los sabios de este tiempo envenenado, falto de espíritu y de sustancia.
Buscaba una mirada justa, un corazón lector capaz de ver la luz entre las letras. Pero uno tras otro —con cejas alzadas y sonrisas untadas de soberbia— le dijeron que su obra no tenía orden, ni verosimilitud, ni sentido. No faltó el que, en voz baja y venenosa, insinuara que tal pluma no podía ser suya, que un hombre manco y sin apellido sonoro no era digno de soñar en tinta.
Aun así, con esperanza terca, envió su novela al Premio Nacional, no una, sino siete veces. Y siete veces fue ignorado, como si su ingenio fuera invisible, como si sus palabras no pesaran nada en la balanza rota de la cultura. Por fin, llegó hasta la Editora Nacional, con las manos temblorosas y el corazón en alto, como quien entrega un hijo al mundo. Pero allí le respondieron, con la frialdad de los sellos y los escritorios: «No hay presupuesto para sueños de desconocidos.»
Todo lo anteriormente expuesto, me lleva sin mucho esfuerzo, a una conclusión inevitable: si don Miguel de Cervantes alzara hoy su pluma entre los vivos, y habitara entre los cafetales y semáforos de nuestra amada República Dominicana, sería —sin duda— un don nadie entre digitales. Sus letras, sin «trending topic» ni portales virales, naufragarían en el océano de lo inmediato, sin likes, sin shares, sin canales. Su Quijote, acaso tachado de «ininteligible», se perdería entre los algoritmos, ahogado en el zumbido constante de lo efímero. En resumen, si estuviera vivo, y osara soñar en esta era sin papel ni tiempo: «Miguel de Cervantes… no ganaría el Premio Cervantes».
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