El tiempo nos habita: nos hace y nos deshace. Disipa el dolor de la muerte y, por tanto, actúa como aliado del duelo. El paso del tiempo representa el espacio de la culpa, el rencor y la nostalgia. El pasado le da sentido a la historia y a la memoria. Vivimos la vida como instantes o como suma de instantes, pero anhelamos la eternidad. La metáfora del instante refleja un relámpago del eterno retorno de lo mismo siempre. Todos queremos la eternidad terrenal, pero esta pasa por lo instantáneo y lo fugaz. Aun los que saben que la eternidad es una ilusión, tienen sed de eternidad, acaso porque la vida terrenal es breve. El hombre no se sacia de vivir, y de ahí que anhele la vida eterna. Y que persiga el paraíso, la felicidad y el placer, aunque sea en sueños. El ser humano tiene más sed de volar que de navegar, más apetito de cielo que promesa de terrenalidad.  El tiempo no vuelve, no retorna, ni repite –ya se sabe. “El mito del eterno retorno”, en Mircea Eliade o Nietzsche, se expresa en la idea del movimiento eterno, frente al reposo como instante. Si el movimiento es absoluto, el reposo es relativo, pues la vida es movimiento y la muerte, reposo. La eternidad misma es permanente. El movimiento es perpetuo, el reposo es fugaz. Su perpetuidad lo hace absoluto. El tiempo siempre se mueve, y su movilidad se expresa en la circularidad y la linealidad. Círculo y líneas conforman los ejes de la esfera imaginaria del tiempo. Los signos del tiempo dibujan el mapa de la sucesión y la traslación de las cosas del mundo físico. Vivimos un presente fugaz y vacío. Pero no es sino desde el presente, como estado temporal, lo que le da sentido al orden del mundo y del universo.

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Noche estrellada, de Van Gogh.

El tiempo no tiene duración porque no es estático. Sin embargo, la duración devora las cosas. El tiempo transcurre, pasa, en línea recta, como una flecha en el vacío espacial y como un relámpago invisible. La duración es finita y el tiempo es infinito, por lo tanto, las cosas no tienen duración sino tiempo. Así pues, el tiempo no dura ni se repite ni retorna: encarna un estado perdido de la naturaleza. Sabemos que el tiempo existe porque existen la muerte y el envejecimiento, y se convierte en una tradición  en la memoria de los hombres. El tiempo de la muerte representa la eternidad; el tiempo de la vida, la fugacidad. Lo que hace a la muerte, muerte, no es la vida sino el tiempo mismo. El tiempo le imprime vitalidad a la vida hasta que se materializa o espiritualiza, en la muerte –o con la muerte. Cuando acontece la muerte, el tiempo deja de existir y se transfigura en memoria y olvido. O, más bien, la muerte hace del tiempo una imagen absoluta de la eternidad. Al vivir en un eterno, placentero e ilusorio presente, nos olvidamos del dolor y el horror de la muerte. Si bien el tiempo actúa como verdugo de la muerte, también participa como curador del dolor. Al ser invisible, no sabemos ni conocemos su poder destructor, demoledor y exterminador. También olvidamos de su potencia purificadora, sanadora y medicinal: de su arte de ceniza y de olvido. Es decir, de su facultad de cicatrizar las heridas del dolor o de la culpa. El tiempo pues transcurre, y en su transcurrir –o gracias a su transcurso—, maduramos y envejecemos, pero nos libera de las pesadillas  del dolor y del insomnio de la culpabilidad. De ahí la importancia de la función catártica y curativa del sueño de cada noche, que nos sirve para curar las heridas de la vida despierta, insomne o de duermevela. Así pues, el tiempo es fuego, no agua. Es aire y transparencia. Es un dios invisible que alumbra y un demonio invisible que deslumbra.

El sueño, de Dalí.

Si no sabemos lo que somos es porque, como estamos hechos de tiempo, no sabemos lo que es el tiempo. Y de ahí que tampoco sabemos lo que es la muerte y la vida, pues ambas están fabricadas– o construidas– con la sustancia –o el espíritu– del tiempo. Así que el tiempo nos mata, nos vive y desvive –y nos da la vida. Como el tiempo es invisible no sabemos lo que es, y de ahí su misterio. Es un espejo y un fuego eterno. Al estar hecho de aire se hace invisible e imperceptible. Nos enceguece al tratar de verlo, y por eso nos derrota y nos aniquila. Es una fuerza demoníaca y profana, que nos mata y nos sumerge en la oscuridad. También es una fuerza divina y sagrada, que nos perturba y sobrecoge. El tiempo –tarde o temprano, o más temprano que tarde–, nos conduce hasta la muerte.

El tiempo es fuego, no agua. Es aire y transparencia. Es un dios invisible que alumbra y un demonio invisible que deslumbra.

Todo tiempo pasado es un tiempo perdido, pero también todo tiempo presente y futuro; siempre el tiempo se pierde, inexorable e inmisericordemente. Solo con su transcurrir, con su paso indetenible, se gasta y se pierde: nos gasta y nos desgasta La pugna entre la memoria y el olvido lo diluye y disuelve, como el agua en la arena o el polvo en el vacío. Su devenir es ya una pérdida, un fracaso de la vida y del ser: un triunfo de la muerte y de la nada. Todo tiempo pasado, por vivido, es mejor, pese a sus avatares y adversidades, pues es un tiempo ido, transcurrido, olvidado e irreversible, mientras que el tiempo del porvenir es inescrutable, inefable e impredecible.

“El tiempo es el gran escultor”, dijo Margarite Yourcenar. En efecto, ya sea el tiempo psicológico, físico, cronológico o mental, siempre es abstracto, nunca concreto. Existe antes de la vida humana, y se expresa a través del sol o la luna: determina la rotación y la traslación en la vía láctea. Es danza, poesía, ballet y música; es ritmo y movimiento. Siempre es subjetivo, nunca objetivo; es percepción y sensación, mas no percepción. La duración y la sucesión ordenan su forma y su lenguaje de expresión. Su duración se expresa en el movimiento de las cosas. Espacio y tiempo son relativos. Su relatividad conforma un sistema percibido por la experiencia humana. El tiempo, como se sabe, fluye, corre, avanza, en línea recta, como las corrientes de un río o como una flecha. En efecto, el tiempo se mide y ordena del pasado al futuro, y siempre desde la percepción del presente: de un presente instantáneo. Su estructura de relaciones se manifiesta en periodos, secuencias, ciclos, intervalos, lapsos, procesos, sucesiones. Parte del cero hasta el infinito, y viceversa. Así pues, el tiempo siempre tiene sed de infinito, de infinitud, de vacío. Nunca anhela la plenitud sino la vacuidad. Tampoco llena el espacio. El tiempo, desde su naturaleza física, se vacía en el espacio. Uno vive en atracción metafísica con el otro: ambos se atraen. Pero uno no mata al otro, pues habitan una misma órbita dialéctica. El espacio-tiempo, y el tiempo-espacio se cruzan y entrecruzan, como el yin y el yang: se machihembran. Ambos nacieron como dos siameses: son dos eternos masculinos. Si el tiempo es infinito también lo es el espacio.

Sueños lúcidos, de Daniel Sepúlveda.

Nunca conquistaremos la eternidad, aunque siempre la estamos anhelando con fervor, esperanza y fe. Solo conquistamos la instantaneidad: lo eterno de cada hora y cada día. El tiempo es una ilusión geométrica del espacio, no al revés. La eternidad y el instante imitan el tiempo y el espacio: son un reflejo del movimiento. Temporalidad y espacialidad representan lo absoluto y lo relativo, es decir, la absolutidad y la relatividad. El tiempo progresa, mas no el espacio. Arribamos a la asunción de una conciencia del tiempo, cuando percibimos la realidad como movimiento y no como reposo. Sin embargo, nunca sabemos lo que es el tiempo porque nunca lo conocemos—ni lo conoceremos. Ni aun a través de su expresión concreta y material en los relojes. Conocer el tiempo es, en suma, penetrar en su razón y su lógica. Descubrimos el tiempo, en fin, como absoluto en la muerte del cuerpo. Solo veremos el tiempo real, cara a cara, cuando nos visite la muerte. Y solo sabemos que existe el paso del tiempo (no el tiempo), al mirarnos en el espejo, pero el espejo borra nuestra cara, y por eso, no sabemos que envejecemos. Solo lo sabemos al mirarnos en fotografías. Y aun así, no sabremos lo es que el tiempo, pese a que tiene una historia, cuyo origen es inefable a la mente humana

Basilio Belliard

Poeta, crítico

Poeta, ensayista y crítico literario. Doctor en filosofía por la Universidad del País Vasco. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Premio Nacional de Poesía, 2002. Tiene más de una docena de libros publicados y más de 20 años como profesor de la UASD. En 2015 fue profesor invitado por la Universidad de Orleans, Francia, donde le fue publicada en edición bilingüe la antología poética Revés insulaires. Fue director-fundador de la revista País Cultural, director del Libro y la Lectura y de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura, y director del Centro Cultural de las Telecomunicaciones.

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