Lo que más les cuesta a los que viven en países de frío, es entender que los caribeños coman platos de cuchara y además calientes.
Pasé mi juventud de cocinero entendiendo, según las escrituras, que el sancocho dominicano era el único en América con licencia para meter en la olla todo lo que la abuela quisiera o pudiera, eso sí, cumpliendo con unos parámetros determinados, que son los que les dan las originales características al plato.
Casualmente, este tema ha sido siempre objeto de debate entre dominicanos de todos los rincones, incluso una vez que me tocó participar de una estandarización donde conseguir un consenso fue tan complicado como probar un sancocho de siete carnes.
En los pueblos tienen las cosas más claras, pero en Santo Domingo se puede complicar. Yo creo que hacer coincidir gente de diferentes latitudes, no esta tarea fácil. Por ejemplo, hay quienes les ponen zanahorias; los que no le ponen apio con la excusa de que le sabe a sopa, quienes les ponen maíz; los que sofríen y dan color a las carnes y quienes solo la hierven.
Nuestra receta es muy peculiar, el nombre y los ingredientes dan pie a pensar en una olla pesada y contundente, pero lo que no se advierte es que posee unos mágicos toques refrescante que hace que ni te des cuenta de los goterones que ruedan la frente, como una escena de Tarantino en el desierto.
Es cierto que algunas viandas aportan grosor y contundencia como las carnes o el ñame, pero otros, como el cilantro y el ají gustoso, vienen al rescate con frescura, y hasta con cierta sensualidad.
El sancocho, a pesar de ser descendiente de tres continentes dispares, es un plato que une a la familia dominicana en torno a la mesa. Su preparación es un ritual que ha evolucionado de generación en generación, y cada familia, región o comarca tiene su propia versión, todos tienen en común esa complejidad que llena la casa con aromas que despiertan y desencadenan recuerdos profundos, incluso a quienes nunca los han probado.
En vez de ir al grano, cumpliendo con el formalismo de detallar una receta, quiero meterles al campo profundo con una escena que perfectamente puede ser un lapso de la adolescencia de cualquier dominicano de campo.
Historia: El sancocho de la abuela cariñosa
En un pueblito perdido en el tiempo, cuyas casas van apareciendo a modo de chorrera delante del río y detrás de la carretera que lo serpentea, encontramos a Bayaya, una anciana con manos arrugadas y ennegrecidas por la mancha de los víveres.
No bien ha amanecido cuando ya el camino huele a leña ardiente y se escucha el cacaero de las gallinas que huyen en corro del muchacho que busca desplumar a la que primera se canse.
La vieja es famosa en el paraje por su enorme paila de estaño y su cucharón de aluminio, que repiquetea en el borde, cuando Radio Santa María termina el Ángelus de las 12, avisando a quien no tenía con qué, que ya el arroz está listo.
Al escuchar el alboroto de los pájaros. ya se sabe que hoy hay algo que celebrar. Hoy toca traer la cantina y cada uno su propia cuchara. La vieja de pelo blanco y liso, esta semana está sola. Los hombres se habían ido a hacer la zafra a Las Cabuyas y no tenía quien le matara un lechoncito, pero como hoy era el día de volver a casa, con el bolsillo lleno pero agotados, no pudo dejarlo pasar y les hizo su mejor sancocho de gallina.
El tiempo se volvió su maestro, y aprendió a preparar primero la auyama, el apio, el cilantro sabanero, el ají, la cebolla y el ajo y reservarlo en la vasija mientras sazonaba las gallinas con agrio de naranja, orégano y ají gustoso machacados con ajo en el pilón.
Ponía a hervir la auyama y los demás vegetales junto con la gallina porque varias horas después, ya los vegetales se habían hecho crema. En todo ese tiempo no se sentaba ni para beber su cafecito.
Peló el ñame, la yautía amarilla, la malanga, la yuca y casi el doble de plátano, una parte de ellos los ralló con un poco de yuca, los sazonó con semillas de anís dulce, ajo y una pizca de azúcar he hizo bollitos de relleno; picó en trozos medianos y puso todo en la paila con la gallina blandita, tapó con hojas de plátano, sacó la leña del fogón dejando las brasas que estaban rojas, y no removió más, vigilando que el muchacho tampoco pusiera la mano porque decía que si el sancocho se remueve cuando ya tiene los víveres dentro, se corta y nunca espesa.
Las gallinas son tan duras que, con el tiempo que le sobró, mientras se hervían tumbó aguacates, desgalló el arroz, y recogió molondrones y berenjenas.
En la otra hornilla puso el arroz y mientras el sancocho reposaba hizo un guiso de molondrones y berenjenas asadas con coco, que sabía que Neney, su hijo más pequeño , no comía sancocho y ese era su guiso preferido.
Cuando llegaron, la viejita y el muchacho ya se habían sentado al rezo del mediodía, y estaban por la mitad de la radionovela de turno cuando los perros y los vecinos anunciaron que se acervan.
El muchacho saltó sin pensarlo, pero la viejita se quedó, se limpió las manos del mandil, agarró los dos trapos y subió el sancocho a las brasas y enérgicamente le tiró una mezcla que tenía macerando con naranja agria en la “jigüera” de cebolla, mucho cilantro y ají gustoso. Removió bien, atizó las brasas y cuando se dio la vuelta ya la casa estaba inundad de gente.
Para el dominicano el sancocho, más que una receta, es un estado mental, algunos hasta se emocionan cuando pasan mucho tiempo sin comer el plato que más recuerdos de infancia les atrae.