Premiar es de humanos; es, asimismo, una forma de honrar. El ideal del hombre reside en medir su obra con el mundo porque es fruto de su intelecto. Escribimos, hacemos arte y cultura, leemos, contemplamos el mundo, disfrutamos y aprendemos de las obras creadas por la imaginación de los artistas. Horacio decía  Dulce et utile, en su Poética, para referirse a las dos funciones que ha de producir el arte literario, es decir, crear placer o deleite estético y conocimiento: lo estético y lo social. Somos mortales, pero anhelamos la inmortalidad. Por eso creamos obras artísticas para que nos sobrevivan. Pero siempre esperamos, como seres humanos, una recompensa del producto de nuestras energías físicas y espirituales invertidas en nuestras creaciones. Leemos para escribir, escribimos para publicar y publicamos para que nos lean. Participamos de concursos literarios para ganar premios y dinero y recibir una retroalimentación que nos llena, en ocasiones, de vanidad; en otras, de soberbia y en otras –los menos– de humildad. Sometemos nuestras creaciones literarias para recibir el elogio a nuestras pasiones y desvelos, cavilaciones y reflexiones.

Los premios constituyen –salta a la vista– un estímulo a toda creación artística e intelectual: representan, a la vez, una retribución a un quehacer determinado. Todos sabemos que los premios no inventan autores ni eternizan una obra de arte. No obstante, contribuyen a la creación de la fama de un autor, a encender la pasión creativa y a fortalecer el amor a la vida cultural, intelectual y, desde luego, a los libros. De ahí que un premio puede conducir a definir una personalidad creadora y, en cierto modo, a transformar el carácter y el temperamento artístico y, en algunas ocasiones, a despertar la vanidad, que es intrínseca al ser humano. Desafortunadamente, puede paralizar una trayectoria en el fascinante mundo de las artes y las letras, pero puede –y esto es lo más provechoso y digno– incentivar el quehacer de un escritor o artista.

Jean Paul Sartre dividió la vida intelectual, en su famosa autobiografía novelada Las palabras, entre leer y escribir.

Jean Paul Sartre dividió la vida intelectual, en su famosa autobiografía novelada Las palabras, entre leer y escribir. Todos sabemos que el intelectual y el escritor son productos de la lectura y la escritura. El ideal del escritor y del artista consiste en transformarse en dioses o, a menudo, parecerse a ellos. El artista es un creador y un procreador. Del sentimiento de saberse y sentirse creado es capaz de crear una obra de otra obra de arte.

Los concursos literarios pasan: quedan las obras, las instituciones, los amigos y la conversación, esa forma de la divinidad. Los jurados de hoy habrán de ser los ganadores o perdedores del mañana. También los perdedores de hoy habrán de ser los ganadores del mañana. Uno escribe no para conquistar el poder ni el cielo: escribe no para parecer, sino para parecerse a uno mismo, que es la manera de la filosofía de la humildad. Vivimos para escribir y leer; no escribimos para vivir, aunque la escritura y la lectura nos curen de la desesperanza y del tedio vitae. Leer un libro también provee satisfacción como escribirlo. Borges dijo: “Muchos se jactan de los libros que han escrito, yo de los que he leído”. La más cara recompensa de la vida letrada reside en la oportunidad que ésta nos regala de disfrutar de la lectura y la escritura, el diálogo y la amistad literaria; es, a su vez,  un espejo para nuestros hijos y para nuestra familia.

Jorge Luis Borges.

Todo el que escribe se cree un Dios, y por lo tanto, se cree merecedor de todos los premios, los elogios y los aplausos. Pero hay que tener la conciencia estética y de oficio de que no debemos escribir para un premio ni para la gloria, sino para contribuir con una tradición literaria determinada. Y además, nunca sabremos si lo que escribimos o publicamos, quedará en la historia de la cultura. Muchos autores murieron sin saber que estaban escribiendo una obra maestra. Ningún autor sabe que la está escribiendo o componiendo. Cuando Dostoievski escribió Crimen y castigo pensó que escribía un tratado sobre el alcoholismo en Rusia. Cuando Bosch se sentó a escribir su celebrado cuento La mujer —según lo dijo en varias ocasiones–, empezó a escribir una carta a un amigo. Nadie se sienta a escribir una obra maestra para un premio asegurado, ni para que trascienda. Sólo el tiempo tendrá la respuesta. Shakeapeare fue descubierto varios siglos después, no mientras vivía, y hoy es el padre de las letras inglesas y su clásico por antonomasia. Cuando André Gide dirigía la editorial Gallimard, en Francia, recibió los manuscritos del primer volumen de los siete de  La búsqueda del tiempo perdido de Marcel Proust, y lo tiró al cesto de la basura. Y cuenta la leyenda que, cuando Proust estaba en su lecho de moribundo, Gide fue a pedirle perdón. El resto es historia. Todos sabemos que Proust es uno de los maestros de la novela contemporánea (y no obtuvo el Premio Nobel). Cervantes nunca supo que había escrito el monumento literario que luego sería la obra cumbre de nuestra lengua, y que sería el padre de nuestra lengua. Muchas veces lo sabemos, pero lo olvidamos o necesitamos que nos lo recuerden. Sin embargo, la vanidad no nos deja ver o hacer conciencia de esa aleccionadora realidad. Toda obra que hoy es clásica no lo fue en su tiempo de creación, sino muchos años después. Y, sin embargo, siempre que asistimos a un certamen pensamos que vamos solos y que nuestra obra es la mejor. Y esa actitud se manifiesta, visceral y sentimentalmente, cuando perdemos. Porque nunca sabemos perder o concursamos siempre para ganar, como si nuestra obra estuviera fuera de competencia o no fuera de este mundo. Sabemos que todo el que crea una obra piensa que es la mejor y que no hay nadie que pueda valorarla negativamente. Olvidamos que los jurados tienen sus propios gustos, sensibilidad, expectativas de lectura y preferencias estéticas.

Dostoievski.

Los premios también tienen sus herejías e infamias. La historia del premio Nobel registra varias con aquellos que nunca lo recibieron: Kafka, James Joyce, Proust, Borges, Tolstoi, Rubén Darío, Graham Green, Philips Roth, Cortázar, Carlos Fuentes, etc. Gabriel García Márquez llegó a decir que el Premio Nobel debía llamarse Graham Green, y nuestro siempre citado Enriquillo Sánchez, se preguntó en una ocasión, no sin ironía: ¿”Cuándo le darán el Borges al Nobel”? Muchos grandes escritores murieron sin recibir premio alguno, y otros que ganaron varios premios, incluyendo el Nobel, ya nadie los recuerda. Así es la vida y así son los premios literarios. Esta es la lección ética y psicológica que nos dejan. Y hay que estar consciente de esta realidad y seguir escribiendo, leyendo, publicando y participando de concursos. Si no nos premian los hombres, nos premiará la posteridad.

El hombre no está hecho para la derrota y el fracaso. Se nos educa en Occidente para el triunfo y para ser más, para el progreso y la inmortalidad de nuestros actos, y de ahí que no asimilemos la derrota, aun cuando ésta nos sirve como experiencia de cambio, transformación e impulso creador. Nos lo enseñó Hemingway: el hombre incluso puede perder una batalla, pero no está preparado para la derrota. El fracaso lo asumimos como símbolo de muerte y destrucción. En lugar de aceptarlo con humildad, decoro y carácter, lo asumimos con soberbia,  rubor y vanidad. De ahí que cuando perdemos en un concurso, no lo asimilemos. Nos enceguecemos con la derrota y nos olvidamos que somos imperfectos y mortales, como también lo son quienes nos juzgaron, y también nuestras creaciones literarias. Creemos que el sólo hecho de participar es ya ganar, y nos comparamos con el triunfador, porque el hombre vive de compararse con el otro, y al compararse, siempre se cree más y mejor que el otro –o que los demás. El resentimiento del derrotado conduce al desconocimiento del ganador. El que pierde siente que el presente se le derrumba, y esto le imposibilita de felicitar al ganador, aun sabiendo que este gesto lo engrandece y enaltece. La ética del perdedor termina donde empieza la ética del ganador.  Elías Canetti dice en su libro La conciencia de las palabras, que el papel del escritor debe empezar por dudar de su propia condición de autor. La duda actúa aquí como promesa de perfección y conciencia de oficio. Ese gesto de humildad es una expresión de su generosidad y grandeza de escritor. Cuando ganó el premio Nobel ni siquiera sus vecinos sabían que era escritor. Y cuando llamaban a su casa y él respondía, decía: “De la residencia del señor Elías Canetti, el señor Canetti no se encuentra”.

Elías Canetti.

Pero también constituye un imperativo ético que los participantes y actores culturales valoren, en su justa dimensión lógica, las acciones de las instituciones oficiales, en aras de fortalecer los premios que ha creado e instituido, para así contribuir con la preservación de una conquista, que es de todos y de la que nos beneficiamos todos. Si no tenemos fe en las instituciones y en los hombres, entonces, todo estaría perdido. De ahí que todos somos responsables de aportar una cuota de credibilidad y de fe para hacer posible la convivencia social, a través del respeto a las decisiones de los hombres –que van desde la tolerancia a las diferencias y desde una “ética del discurso” –que se escribe con la moral de la palabra y en las alteridades– hasta la confianza en los criterios ajenos.

Basilio Belliard

Poeta, crítico

Poeta, ensayista y crítico literario. Doctor en filosofía por la Universidad del País Vasco. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Premio Nacional de Poesía, 2002. Tiene más de una docena de libros publicados y más de 20 años como profesor de la UASD. En 2015 fue profesor invitado por la Universidad de Orleans, Francia, donde le fue publicada en edición bilingüe la antología poética Revés insulaires. Fue director-fundador de la revista País Cultural, director del Libro y la Lectura y de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura, y director del Centro Cultural de las Telecomunicaciones.

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