A mi hermana Ramona Rosario Brito (Lourdes), in Memorian
Más que la destrucción física de estatuas y monumentos, había planteado, en mi artículo “Ideología, de la estatua del padre y otros objetos”, que la estrategia vital consiste en la deconstrucción del modelo interpretativo de los acontecimientos históricos que las élites del poder y del Estado nos imponen asumir y aprobar a través de sus símbolos y narrativas. Ello así, en virtud de que la problemática no descansa sobre la base estrictamente biológica de ver o mirar del sujeto, sino en sus mecanismos cognitivos proporcionados por la capacidad de pensar y los procesos ideológicos de aprendizajes para entender el mundo.
A ese respecto, aposté, comentando el artículo “La estatua del padre” del Dr. Jorge Urrutia, a la posibilidad de un debate que contribuyera a esclarecer o profundizar la temática propuesta en términos del marco conceptual subyacente en las estatuas, los monumentos y, en general, en el campo de las imágenes. El Dr. Urrutia respondió a mi sucinto análisis con su opúsculo “El padre de la estatua”, pero meramente enumerando, al margen del asunto esbozado, determinados hechos históricos que dieron al traste con la destrucción de bibliotecas, la persecución de sabios y profesores, la destrucción de templos, estatuas, mausoleos y la quema de volúmenes de libros.
Ahora bien, al tanto del inventario y preocupaciones del Dr. Urrutia, consideramos que las élites del poder tienen una máxima cuota de responsabilidad en la destrucción de sus propios juguetes simbólicos. Obligados por el repudio de grupos humanos que históricamente han sido vulnerados y la toma de consciencia ciudadana, determinados estamentos del poder han resuelto remover las estatuas representativas de la opresión y de las injusticias. En ese sentido, La escultura ecuestre del que fuera presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt, fue removida de la escalinata del Museo de Historia Natural, en New York, por su explícita representación de negros e indígenas como individuos subyugados y racialmente inferiores. De igual manera, la icónica efigie caballar del general segregacionista Robert Lee, símbolo del pasado esclavista y uno de los monumentos confederados más grandes de Estados Unidos, también fue retirada del centro de la ciudad de Richmond, antigua capital de la Confederación del estado de Virginia durante la Guerra civil estadounidense (1861-1865).
En ese tenor, emplazada en la emblemática Zona Colonial de Santo Domingo, la controversial e imponente estatua del navegante y mercantilista Cristóbal Colón, adosada a la talla diminuta de la aborigen Anacaona avasallada a los pies del gran Almirante, bien podría ser reubicada en el museo de los horrores junto a la efigie del asesino Nicolás de Ovando, mucho antes de que ambas figuras sean derribadas por la ira de Dios. De hecho, reemplazar la primera por Anacaona, y la segunda por el bravo Hatuey o el subversivo negro Lemba. Además, convertir el polémico Faro a Colón en el museo de la resistencia de los pueblos originarios. ¿Y qué de la avenida nombrada Winston Churchill? ¿Acaso este elogiado personaje no fue responsable, durante la colonización inglesa de La India, de los bombardeos y destrucción de represas, con el objetivo de que los pobladores campesinos perecieran de hambre? Pero no. Los poderes fácticos, sobre todo el de los países colonizados, se resisten a reemplazar la narrativa de los viejos tiempos para contar la historia no contada, de manera que ésta sea, por lo menos, un tantito inclusiva, en la hoy llamada “democracia participativa”, de las voces que fueron silenciadas.
El distinguido hombre de letras, Dr. Jorge Urrutia, igualmente, hace extensiva su exposición al predio de los libros, lamentándose, justamente, del saqueo de bibliotecas y quemas de libros durante la época del nazismo, el cual, paradójicamente, el mundo occidental, debido al conflicto Rusia-Ucrania-Otán, pretende revivir hoy proscribiendo los textos de Fedor Dostowesky, Leon Tolstoi, Máximo Gorki y la música de Piotr Ilich Chaikoski. En todo caso, al igual que las estatuas y monumentos, el problema principal no reside, esencialmente, en la quema de libros, lo cual debe ser rechazado, sino más bien en la mitificación del discurso narrativo que heredamos desde los tiempos de la conquista y colonización de los territorios de Abya Yala. A nuestra manera de entender, tal como acertadamente lo expresa el Dr. Urrutia, citando al poeta Heine, “Ahí donde se queman libros se termina quemando personas”. Pero, asimismo, ahí donde se queman personas también se termina quemando libros. Y esto último, por desgracia, es lo que normalmente prevalece.
Importante: resulta altamente preocupante que el profesor emérito, Dr. Jorge Urrutia, resbalando por una pendiente enjabonada, como diría el Maestro puertorriqueño Albizu Campos, haya invocado a varios de los sucesos por él enumerados comprometiendo, en evidente manipulación histórica, la verdad y la mentira, el bien y el mal, y la justicia y la injusticia en pares de un mismo flanco. ¿Acaso es lo mismo la destrucción, ordenada por el conquistador español Hernán Cortés, del Templo mayor, en México, que la destrucción, por parte de un conquistado descendiente “indígena” mexicano, de una estatua de Hernán Cortés?