En la Bebelplatz de Berlín, un cristal en el suelo deja ver una suerte de sótano cuyas paredes están cubiertas de estanterías totalmente vacías. Es creación del artista Micha Ullman y se titula “Biblioteca”. Me tema que tengamos que seguir inaugurando este tipo de monumentos.
En el siglo II antes de Cristo, el gordo Ptolomeo VIII, rey de Egipto, expulsó a los sabios de Alejandría, lo que inició el declive de su famosa biblioteca.
En 1521, Hernán Cortés ordena la destrucción del Templo Mayor, en México, por considerarlo simbólico.
El 12 de abril de 1933, se publican las “Doce tesis contra el espíritu antialemán”. Siete días más tarde, el comité que las promovió hizo un llamamiento contra los profesores, los catedráticos y los eméritos universitarios (parece que los eméritos enfurecen mucho a los totalitarios) que enseñaban ideas no aceptadas por el nazismo. El 6 de mayo se saquean numerosas bibliotecas alemanas. El 10 de mayo de 1933, junto al teatro berlinés de la ópera, se queman centenares de volúmenes. Entre los autores de esos libros estaban personajes de no escasa importancia para la ciencia y la literatura, como Benjamin, Ernst Bloch, Brecht, Alfred Döblin, Freud, Kafka, Karl Kraus, Musil, Remarque, Schnitzler, Stefan Zweig, Einstein o la autora de la primera novela pacifista: Bertha von Suttner. La placa que recuerda desde una fachada de la plaza ese acto ominoso lleva una frase del poeta Heine que termina: “Ahí donde se queman libros se termina quemando personas”.
Importa saber quién es el padre de la estatua, no vaya a ser que, un día, en la pila de libros quemados, figuren incluso las novelas de Luis Ernesto Mejía
En el verano de 1936, los falangistas extrajeron de la biblioteca universitaria de Sevilla una serie de libros, entre ellos varios de los poetas de la generación de 1927, y los destruyeron.
En marzo de 2001 los talibanes bombardearon y dinamitaron las dos estatuas gigantes de Buda en Bamiyán.
Niños, mujeres y grupos armados invadieron en abril de 2003 el museo de Bagdad, arramblaron con piezas de siete mil años y dañaron mucho de lo que no podían llevarse.
En enero de 2011 unos islamistas rompieron piezas de cuatro mil años de antigüedad en el museo de El Cairo.
En la primavera de 2012, los yihadines de Ansar al Din destruyeron centenares de mausoleos de Tombuctú y Goa.
En 2014 el llamado Estado Islámico arrasó la ciudad de Hatra, una de las capitales del imperio asirio y con una taladradora la emprendió contra las estatuas del museo de Nínive. En mayo de 2015 destruyó varios templos y arcos de la extraordinaria ciudad de Palmira, en el desierto sirio.
Hace unos años, una alumna china quiso hacer conmigo una tesis sobre la destrucción de monumentos históricos. En su proyecto no se citaban las acciones de los Guardias Rojos de Mao Tse Tung, cuando la llamada “Revolución cultural” de 1966 y 1967. Le expliqué que los grupos de jóvenes, entre otras acciones, destruyeron arte antiguo, libros y saquearon museos. Le enseñé unas fotos en una biografía del líder chino y me dijo que jamás nadie le había hablado de la revolución cultural ni de sus efectos. Fue a pasar unas vacaciones a su casa y le preguntó a la familia. Al regresar a la universidad me dijo que su padre le confesó que él había sido guardia rojo, y si no le había contado y explicado nada antes era porque se avergonzaba de aquellos dos años de su vida.
Reconozco que me equivoqué al titular una columna en Acento como “La estatua del padre”. Hubiera sido mejor titularla “El padre de la estatua”. Porque las estatuas que ahora derriban ciertos manifestantes, incapaces de saber que asumir la historia no significa aprobarla, no fueron instaladas (y me refiero al caso de los países americanos) por los colonizadores, sino por los gobernantes republicanos, bien en el siglo XIX, bien en el siglo XX. Es decir, por los abuelos o por los padres de quienes ahora las destruyen; deberían haber preguntado en casa el porqué de esas estatuas. Me temo que ahí donde se destruyen estatuas se termina destruyendo personas. Importa saber quién es el padre de la estatua, no vaya a ser que, un día, en la pila de libros quemados, figuren incluso las novelas de Luis Ernesto Mejía.