El tiempo siempre fue una de las más vitales preocupaciones intelectuales, como pensador, de Jorge Luis Borges. Como tema medular de la metafísica –tanto oriental como occidental–, el tiempo y la eternidad fueron, en el poeta, cuentista y ensayista argentino, temas centrales de su universo de referencias, de matiz científico o literario. Lo que lo aproxima, incluso, a la condición de físico o matemático. La noción de tiempo aparece de modo reiterativo en sus libros: Historia de la eternidad, de 1953, Otras inquisiciones, de 1960, y en Discusión, de 1964. (Los tres editados por sello argentino Emece). Sin embargo, su ensayo Nueva refutación del tiempo, fue publicado el 23 de diciembre de 1946, y está incluido en Otras inquisiciones; es decir, es anterior a los libros anteriormente citados.
Borges se consideró un metafísico, no un filósofo dialéctico. O, mejor dicho: un hombre con una visión metafísica del tiempo y la eternidad; un literato, un sabio o un escritor, para quien el tiempo es una conjetura y un artificio de la mente y la memoria. Así pues, el tiempo atraviesa sus ficciones narrativas, sus poemas y sus ensayos. Se percibe y siente como un ser extraviado en los laberintos metafísicos, sin ninguna conclusión verosímil de la temporalidad. Lector de Bergson, Hume, Schopenhauer, Huxley, Berkeley, Leibniz, Platón, Aristóteles, Bertrand Russell, Santo Tomás de Aquino, San Agustín, Descartes, Croce, Demócrito, Escoto Erígena, Hegel, Heráclito, Locke, Hobbes, Pascal, Parménides, Swedenborg, Stuart Mill o Spinoza, en Jorge Luis Borges el tiempo es una figura y un símbolo, que alimentaron sus sueños, impresiones, percepciones y sensaciones del mundo y de la realidad. Sus concepciones sobre el tiempo tienen en él una influencia –o sustrato– del empirismo inglés de Hume y Locke. En Borges, no hay un solo tiempo, pues hay una sucesión de tiempos. “Niego, en un número elevado de casos, lo sucesivo; niego, en un número elevado de casos, lo contemporáneo también”, afirma. Concibe la autonomía del instante y el tiempo como abstracción relativa, en el que, el pasado es inmodificable. “Ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado. No menos vanos me parecen la esperanza y el miedo, que siempre se refieren a hechos futuros; es decir, a hechos que no nos ocurrirán a nosotros, que somos el minucioso presente”, enfatiza. Y agrega: “Si el tiempo es un proceso mental, ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aun dos hombres distintos?”, se pregunta. Para Borges, el tiempo es una ilusión que destruye la identidad, donde el ayer y el hoy son aparentes. Así, la idea del tiempo es objeto de refutación por parte de los sentidos, no así del intelecto. De modo que, la esencia del tiempo reside en la sucesión. Materia, conciencia y tiempo conforman, pues, el universo metafísico de Borges. Más empirista que racionalista, el escritor argentino cree en lo infinito del espacio y en la ilusión del tiempo. O, más bien, en la infinitud del espacio y del tiempo, a la vez. Por lo tanto, el tiempo existe solo en la conciencia, no en el espacio exterior ni en el mundo material. De ahí que el tiempo no existe fuera del hombre. Para que exista, debe ser pensado o percibido por alguien. En efecto, el tiempo existe porque existe el ser humano. Si solo existiera el universo o el planeta sin vida humana, el tiempo no existiría. Berkeley negó la materia, Hume el espíritu y Borges el tiempo (“Tampoco el tiempo existiría fuera de cada instante presente”, dice el autor de Historia de la eternidad).
Dice Borges: “Negar el tiempo es dos negaciones: negar la sucesión de los términos de una serie, negar el sincronismo de los términos de dos series. En el fondo, si cada término es absoluto, sus relaciones se reducen a la conciencia de que esas relaciones existen”. De suerte que el tiempo, en Borges, no tiene el don de la ubicuidad sino que es una ilusión, y como tal, no tiene ni principio ni fin. Si el tiempo no tiene ni pasado ni futuro, por lo tanto no existe. “Ergo, no existe, pero como tampoco existen el pasado y el porvenir, el tiempo no existe”, afirma. Al ser ilusorio, en consecuencia, el tiempo no tiene relación con las cosas. En cierto modo, Borges niega la sucesión del tiempo, al percibir el universo como irreal y el yo como una ilusión de la conciencia. La mejor y más fantástica definición del tiempo, que nos ofrece Borges, está en el párrafo final del ensayo de marra: “El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrastra, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Al fin admite la existencia del mundo como realidad, pero como una desgracia y una desdicha. De modo que el tiempo es una metáfora, un ente que está en todas partes, representado en el río, el tigre y el fuego. Por ende, todas las cosas son una imagen del tiempo, y todo lo que percibimos, sentimos o amamos. Es decir, acepta que él mismo es tiempo: que está compuesto, como persona, hombre e individuo, de tiempo y que fue construido por el tiempo. Sin embargo, en su obra y en su pensamiento, tiempo y memoria, se intercambian. Así, en ocasiones, ve en esta la presencia de aquel como una ficción del pasado. “Sería por completo gratuito establecer entre ellos relaciones de anterioridad y posterioridad, simular que se van pasando unos a otros el efímero privilegio de la existencia en plenitud según atraviesen antes, después o a la vez el pórtico evanescente del presente, que comunica la nada del futuro con la nada del pasado”, afirma Juan Arana, en La eternidad de lo efímero. Ensayos sobre Jorge Luis Borges.
En su ensayo, La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga –aparecido en su breve libro Discusión—, Borges hace una analogía sobre la paradoja entre la rapidez y la morosidad, que representan Aquiles y la tortuga. Se trata de un texto a caballo entre la ficción y la ciencia, la narración y el ensayo, en el que postula la idea del espacio infinito y el tiempo infinito, inspirado en la visión del tiempo del sofista, Zenón de Elea, discípulo de Parménides. O sea, es una fábula entre el personaje griego y el animal, una parábola sobre el movimiento y el reposo. Borges reflexiona acerca de la idea del espacio y el movimiento, del intervalo y la sucesión temporal, que toma de Henri Bergson, según la cual, el espacio es divisible y el tiempo es indivisible. Por lo tanto, existe una simetría, una proporción y una correspondencia entre ambos, como se ve en la metáfora de Aquiles y la tortuga. Según Borges, la paradoja de Zenón es aleatoria al espacio y al tiempo. De ahí que, tanto el espacio como el tiempo, en el universo filosófico de Borges, no son realidades sino ideas o idealidades. En su mismo libro, en el ensayo Avatares de la tortuga, Borges vuelve sobre la idea del tiempo, y más aún, del espacio y el infinito. Si bien el tiempo es un concepto abordable desde la perspectiva de la física teórica, la psicología, la filosofía, la teología o la metafísica, vemos cómo la noción de espacio, en Borges, tiene un componente visto desde una óptica geométrica y arquitectónica. Si bien, vemos en Borges las nociones de tiempo, memoria y recuerdo, no menos cierto es que también vemos su obra poblada de líneas (rectas y curvas), laberintos, esferas, círculos, circunferencias, triángulos, ángulos, polígonos, etc. De ahí que estas figuras geométricas pueblan su universo narrativo y sus ficciones, y que sirvan de argumentos, tramas e intrigas a buena parte de sus relatos, y aun de sus ensayos. Los temas absolutos como Dios, la muerte, el amor, el sueño, el tiempo, el espacio, la realidad, el universo o la memoria, Borges los percibe y define desde la fantasía, la ironía, la paradoja y la especulación metafísica y onírica. Todo lo convierte o transforma en materia literaria, en sustancia verbal. Así vemos, las grandes conjeturas y los enormes enigmas de carácter teológico, filosófico o científico, transfigurados en tramas narrativas. Su universo literario está habitado por inferencias, contingencias, paradojas, intuiciones, especulaciones, mundos aleatorios, ideas y creencias, conceptos que se transforman en su intelecto, en sus sueños y en su memoria. Los hechos, sus causas y consecuencias se desvanecen y transforman, poniendo en tela de juicio las teorías científicas. Es decir, en su mundo literario, todo se reduce a hipótesis, nunca a teorías: postula, no demuestra; no hay ni metas sino medios y vías.
Borges, como buen idealista y discípulo tardío de Berkeley, cree en el “carácter alucinatorio del mundo”, y esa búsqueda lo condujo a hallar, en la dialéctica de Zenón, las irrealidades del mundo sensible. En su ensayo concluye: “Nosotros hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso”.
El tiempo y su refutación o negación, en Borges, no es lineal por su infinitud sino por su circularidad, y de ahí que su concepción del infinito tenga una forma circular y recurrente. Es decir, laberíntica y cíclica. En síntesis, para el sabio invidente argentino, el tiempo es circular y el espacio, un incidente o accidente del tiempo.
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