Casi todas las biografías que escribió Stefan Zweig son inolvidables, profundas y fascinantes como una novela bien lograda. Fue un biógrafo tan excepcional, que, aunque cultivó el cuento y la novela con admirable pericia, resulta difícil saber con objetividad si fue mejor narrador que biógrafo. Ni siquiera es posible determinar con precisión cuál es la mejor de sus biografías, pero en su propia opinión el libro titulado Balzac: La novela de una vida sería, una vez publicado, no sólo la mejor biografía escrita por él, sino el mejor de sus libros, a cuya escritura dedicó más de veinte años y que —gracias a los manuscritos que recopiló, organizó y completó uno de sus amigos, el editor Richard Friedenthal— vio la luz de forma póstuma poco después de su lamentable suicidio en Brasil. No creo, sin embargo, que esta sea su opus magnum, pero, como lector atento de sus libros, sí estoy seguro de que es una de sus mejores biografías. Sea como fuere, este libro es una enciclopedia sobre la vida de Balzac, o más exactamente: al sumergirse en las páginas de este libro, el lector es presa de un amplio abanico de interesantísimas informaciones sobre el más prolífico de los grandes novelistas universales.

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Ni que decir tiene que al leer Balzac: La novela de una vida fueron varios los datos que, desconocidos para mí hasta entonces, me subyugaron sobremanera. Pero entre los múltiples datos fundamentales que contiene el libro, me decanto por el que es, acaso, el más insignificante de todos: me refiero a una de las tantas veces en que Balzac, en asuntos pragmáticos, pasa a ser una especie de don Quijote, es decir, cuando a mediados de marzo de 1838, con el fin de encontrar un tesoro que lo hiciera inmensamente rico de la noche a la mañana, emprende la aventura que lo llevaría desde París a uno de los lugares más inexplorados de Italia. Resulta que, desde que le revelaron la existencia de una amplia mina de plata, el genial escritor estaba rebosante de felicidad y, un año después, ya próximo a ejecutar su plan de explotar la mina en cuyos escombros yacía el tesoro, en su fuero interno, como escribió en algunas cartas, se veía inmerso en una descomunal fortuna. Su desbordante imaginación le hacía creer que ni siquiera la cuantiosa riqueza de su amigo Rothschild sería comparable a la fortuna que planeaba conseguir en un santiamén. Pero la amplia mina de plata no era una quimera: era real y Balzac lo sabía, por eso, luego de un viaje dificultoso, lograría llegar al lugar de su anhelado tesoro.

Balzac, el buscador de tesoros

Todo comenzó en abril de 1837. Al regreso de un viaje a Italia Balzac fue obligado a guardar cuarentena en un hospital de Génova, pues una terrible peste azotaba a la ciudad. Balzac permaneció varios días allí. Lo esperaban en Francia, pero no podía salir de ese hospital. No podía escribir y no había libros para leer, ni conocía a nadie en el lugar. Se paraba aquí y acullá, ora en una ventana, ora en una puerta. Otras veces se llevaba una y otra vez la mano a la cabeza y no cesaba de caminar dentro del hospital. No encontraba quietud. Las horas parecían siglos, y los días milenios. Hasta que después de una semana, entre bostezo y bostezo, no tuvo más alternativa que participar, día por día, en las insustanciales conversaciones de los compañeros de azar que estaban junto a él. De pronto, en una larga noche de insomnio colectivo, uno de esos camaradas de infortunio —un tal Giuseppe Pezzi— afirmó que en Cerdeña abundaban las minas de plata abandonadas por desconocimiento desde los tiempos del imperio romano. Balzac escucha con interés por vez primera y, con su demoníaca memoria incapaz de olvidar lo que ve, oye y lee, recuerda que en la adolescencia había leído en algún libro de colegial algo sobre las ruinas de los romanos, de modo que, entre la imaginación de Balzac y el relato del italiano Giuseppe Pezzi, la existencia del tesoro crece de forma galopante y, entonces, la desbordante y creativa imaginación de Balzac lo empieza a ver todo con claridad. De manera que Balzac, el eterno iluso, se levanta del sillón y, con la seguridad y el excesivo optimismo de niño que lo caracterizaba, le propone un acuerdo al comerciante Pezzi para, una vez concluida la cuarentena, llegar ambos hasta la mina y dar con el tesoro. Los sentidos de Pezzi fueron avivados por la persuasiva y descomunal creatividad de Balzac.

En París, Balzac pierde varios meses esperando al comerciante Pezzi para emprender, juntos, el viaje hacia la mina de plata que los embriagaría de dinero. Al ver que no recibe noticia alguna sobre Pezzi, decide prescindir de él y le cuenta el secreto al comandante Carraud, que algo sabe de química. Por supuesto, era preciso una brigada de ingenieros expertos en plata y utilizar herramientas y maquinarias de explotación para, una vez en el ansiado lugar, poder descubrir el tesoro, pero, en la fecunda imaginación de Balzac, bastaría con que ese químico diletante, que era el comandante Carraud, viera y tocara una pequeña porción del metal de la mina para que de inmediato detectara entre los escombros la plata de que estaba compuesta la abandonada mina. Mas el comandante Carraud —cuya esposa, Zulma Carraud, le era infiel con Balzac— lo anima en el proyecto, pero no acepta acompañarlo. Balzac insiste en vano, esto es, don Quijote quiere contar con un Sancho Panza como escudero y compañero de travesía. Pero Balzac, que nunca había visto una mina ni sabía nada de química, ni tenía el permiso para explotación de minas, ni dinero para comprar las tierras, se ve obligado a ir solo. Cueste lo que cueste, llegaría hasta donde estaba ese tesoro y, así lo entiende, con su mirada de halcón y su agudeza de hombre de genio, miraría la mina y con eso bastaría para identificar la plata.

Como era de esperarse, Balzac no tiene dinero para el viaje, pero —luego de mucho hablar— su madre, su médico y su sastre le prestan el dinero que él, una vez explotada su mina de plata, devolvería de forma decuplicada. Rebosante de felicidad, sale en busca del tesoro. En poco tiempo sería millonario, inmensamente millonario. Sí, ya casi llegaba el tan anhelado momento de decirle adiós a los acreedores y a los leoninos editores que lo acosaban por doquier. Ya no despilfarraría el dinero de su amante Laure de Berny, a quien por vez primera ayudaría —¡y de qué manera!— en lo económico. Tampoco necesitaría ya del dinero de su otra amante rica: su futura esposa, la condesa Ewelina Hańska. ¡Cuánta riqueza llegaría a tener Balzac! Crearía de inmediato una imprenta en la que editaría los mejores libros de la literatura francesa y universal. Crearía también una revista que circule ampliamente por toda Francia, o acaso por el mundo entero, en la que serían elogiados los verdaderos escritores y a la vez descartados los falsos valores literarios. Se iría a vivir a una isla desierta en la que leería y escribiría sin prisas, y sólo pasaría de cuando en cuando por los salones parisinos en los que sería celebrado como un dios y envidiado por los dandis. Su bastón sería esta vez de oro puro. Y le diría a su fiel amigo Théophile Gautier que renunciase a su paupérrimo empleo y al alquiler de mala muerte en que vivía para que dedique sus mejores horas a leer y escribir porque para eso había nacido. Ambos tomarían té y café con tranquilidad al tiempo que hablarían acaloradamente sobre arte y literatura. Y como sabía que el dinero movía las montañas de Francia, llegaría a la Academia Francesa y en la misma haría una profilaxis en la que excluiría de ella la membresía de los comerciantes porque, entre los miembros del momento, únicamente dejaría a verdaderos expertos de las letras —como Víctor Hugo, Lamartine y Dumas padre— y recomendaría la inclusión de Théophile Gautier y de otros grandes escritores franceses que, como él, poco antes habían sido descartados para integrarla.

En marzo de 1838, Balzac sale hacia Cerdeña (en busca del tesoro). En el pescante de la diligencia, viaja durante cinco días sin dormir de París a Marsella y sus escasos recursos le permiten alimentarse únicamente de leche. En Marsella descubre que no hay barco disponible para llegar a Cerdeña. Entonces llega a Córcega, y de ahí a Toulon. En un pequeño bote, sale de Toulon y, luego de una fuerte tormenta, llega bastante mareado a Ajaccio, en donde es retenido por causa de una cuarentena establecida a raíz de una epidemia del cólera. Desesperado, dura varios días en Ajaccio. El 2 de abril, por fin, sale hacia Cerdeña en la destartalada barca de un pescador y sin otro alimento que los peces atrapados de camino. El 12 de abril llega, al fin, a Cerdeña. Sin intérprete ni guía a su lado, Balzac, que no sabía el idioma italiano, logra saber, Dios sabe cómo, que la abandonada mina que buscaba está en Nurra, a unos treinta kilómetros de él y que no hay una ruta viable para llegar allí, porque, desde los tiempos del imperio romano, el lugar estaba abandonado y arropado por las malezas y las enredaderas de selvas inaccesibles y cuyos habitantes andan casi desnudos o en harapos. Pero, entre montañas y precipicios, Balzac, que nunca había montado a caballo, llega a Nurra desaliñado y casi desnucado, montando —una y otra vez durante quince o catorce horas, y con sus cien kilos de peso— una mula hambrienta y exhausta.

Por fin había llegado a la tierra en donde estaban sus cientos de miles de millones. Pero, ironías del destino, ya era demasiado tarde: el comerciante Pezzi, su compañero de cuarentena —que había quedado motivado por la persuasiva y creativa imaginación de Balzac cuando concibieron la idea de que lo de la mina de plata era cierto— se movió en secreto para solicitar la concesión de la explotación de las minas abandonadas desde los tiempos de los romanos. Balzac, que tanto había bendecido a Pezzi desde que le habló del tesoro —y hasta llegó a considerarlo su estrella de la buena suerte— maldijo esta vez a Pezzi. Y si fue difícil para Balzac llegar a Nurra, para regresar lo sería aún más, pero ya no sería oportuno contar ese funesto viaje de regreso a París, para el cual no tenía Balzac ni siquiera un penique, porque aunque vivió siempre obsesionado con el dinero, éste huyó de él como el diablo de la cruz.

Los hombres de genio, como sin duda lo fue Balzac, están demoníacamente obligados a la creación de la obra para la cual están predestinados. Tienen el deber de responder al llamado de esa vocecita interior que, según se juzgue, los bendice o maldice. En cualquier otra empresa de envergadura a la que se lancen de bruces, se estrellarían de cabeza contra la realidad y sucumbirían casi siempre de forma estrepitosa. Napoleón no puede ser Shakespeare, y Shakespeare no puede ser Napoleón. Pero cómo entender a un genio, porque, por ejemplo, Balzac, que en 1836 publicó el relato Facino Cane, en el cual demuestra la disparatada aventura de un personaje en busca de un tesoro oculto, pierde tiempo, dinero y salud al convertirse en el quijotesco buscador de tesoros de ese relato, personaje del cual se burló implícitamente, y, sin embargo, un año después de haberlo escrito, Balzac lleva a cabo la misma loca aventura del personaje. Pero no cabe duda de que la verdadera mina de Balzac —esta vez no ya de plata, sino de oro, o, más bien, de algo mucho más valioso— era La comedia humana, uno de los más grandes tesoros con que la Naturaleza ha premiado a un ser humano. Esa era la verdadera riqueza de Balzac, el cual fue un genio para las letras, como Rothschild lo fue para el dinero y Napoleón para las revoluciones.

José Agustín Grullón

Abogado y escritor

José Agustín Grullón Nació en La Vega, República Dominicana, pero reside en Santiago de los Caballeros desde hace más de una década. Es licenciado en Derecho por la Universidad Tecnológica de Santiago (UTESA) y agrimensor por la Universidad Abierta para Adultos (UAPA). Cursa además un postgrado en Legislación de Tierras. Ha cursado algunos diplomados sobre Derecho Inmobiliario, Bienes Raíces, Topografía y Derecho Sucesoral. Como escritor ha publicado el libro de cuentos Las ironías del destino (2010).

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