A Racso Morejón lo conocí en el Festival de Poesía de la Montaña de Jarabacoa. Andaba armado con una cámara al ristre. No recuerdo el año. Ni me imaginé que era poeta. Se me presentó –o me lo presentó alguien, no recuerdo quien—con la cortesía y el carácter, muy propios del cubano: parlanchín, cercano y listo. Me dijo que vivía en Santiago de los Caballeros; luego lo vi –o leí—escribiendo y publicando reseñas de libros y críticas literarias, en un diario impreso local, con enorme soltura, competencia, rigor, gracia y profundidad. En uno de esos artículos, me sorprendió gratamente, al escribir, de modo generoso, entusiasta y espontáneo, sobre un poemario mío.
Ahora me toca a mí reciprocar su generosidad, al escribir estas notas introductorias a su poemario, De la pira a la tinta –con que espero ponerme a la altura de su excelencia poética. Confieso que me conmueven el ritmo vertical de sus versos, el equilibrio entre la prosa y el verso y la potencia sensible de su imaginación poética.
El universo lírico de este texto se articula entre interrogaciones y afirmaciones, preguntas y respuestas retóricas, no exentas de inteligencia, sabiduría y libertad expresiva. Devienen pues en diálogos y monólogos, que no aspiran a respuestas sino a dar constancia y fe del poder del amor y la memoria, al filo del fuego y el hielo, entre la atracción del ser amado y las reminiscencias del recuerdo. Sus palabras vienen cargadas con el peso de la pasión y la celebración de la dicha y la felicidad, que le deparan el mundo y sus azares, la vida y sus vaivenes. El yo biográfico y el yo poético intercambian simbólicamente sus roles, entre el deseo y la culpa, y donde los ecos de sus palabras, oscilan entre el espejo y el contra-espejo, lo cóncavo y lo convexo, de la vida y sus avatares. Y gracias a la poesía, por su poder de cantar en libertad como testimonio del corazón y de la mente creativa, ha podido decir y contar, en claves de versos, su grito hondo y su testamento del dolor y la pérdida, la fortuna y la desdicha, el placer del amor y el horror del abandono y el desapego. Así pues, la poesía tiene esa virtud: de hacer brotar las dichas y desdichas, de las entrañas del ser y del pozo sin fondo de la memoria, hasta convertir y transfigurar la tragedia en comedia, la culpa en liberación, y viceversa. La presencia presente del instante se realiza y consume, al calor de la atracción del amor y el erotismo, y al filo de la piel. Eros y Cupido atraviesan sus flechas de amor deseante en su tentativa por alejar a Thanatos e impedir que la espada de Damocles caiga, como anatema y dolor, sobre la felicidad del placer. El ser se olvida de la muerte en el acto de amar. El poeta, en efecto, se transforma en intérprete y ente mediador con dios – o los dioses—para cantar a la vida y contar el cuento, mágico y misterioso, de los cuerpos con sus almas y de los hombres con la naturaleza.
El amor nada y navega entre la miel y la sal de la vida, entre el olvido y el remordimiento, la memoria y la voluntad, el pasado y el presente, es decir, entre lo blanco y lo negro de la vida cotidiana. El ser poético conduce así a servir de máscara (los latinos decían que persona es sinónimo de máscara) al ser biográfico para realizarse en el poema. De modo que, el poema desemboca en pretexto del goce, y la poesía, en salvación simbólica o real no del cuerpo per se, sino del espíritu enamorado, que anhela siempre la felicidad, la pureza y la liberación de la materia. Razón y deseo gritan a coro desde el fondo de su alma atormentada, que buscan un espacio y un tiempo para realizarse en el cuerpo femenino para completarse, como promesa de felicidad y encarnación del deseo. Oigamos su voz, henchida de pasión amorosa:
“Cuando me mires
no olvides jamás
cerrar la ventana de tus ojos
para que el recuerdo
de tu luz
devore mi piel”.
Racso Morejón, el poeta, el hombre, el ser errante, el sujeto social atormentado por el exilio –voluntario o involuntario—de la diáspora cubana, que busca aire de libertad para soñar, crear, respirar esperanza y escribir, nos deslumbra con este poemario, pletórico de sentidos, símbolos y significaciones. Leerlo aquí es asistir a la consumación de un sueño realizado, de una esperanza transformada en conquista, en satisfacción de un deseo feliz, liberador y salvador.
La última parte del libro, titulada Breves poemas y otros deseos –que consta de 30 estrofas—, me conmovió: por la naturalidad, la transparencia y el ritmo vertiginoso de sus versos. Es una pieza de poemas cortos, pero que poseen unidad emotiva, sensible y carnal, que deslumbran, asombran e impresionan. Y más aún: estremecen, enternecen y perturban. Morejón, poeta de la pasión, de dicción enfática, posee el pulso de los poetas que viven y sienten lo que escriben y desean, sueñan e imaginan. La poesía lo ha salvado del desarraigo existencial; y más todavía: al publicar este testamento poético, escrito desde la experiencia estética y desde la razón del corazón y el sentimiento ontológico de su espíritu poético, no sin hondura y esplendor. Su vuelo lírico representa una prueba de fuego del poder simbólico de las palabras y, a la vez, una constancia inquebrantable de la poesía como cura psíquica del espíritu.
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