Se dice que fueron los griegos los inventores de la conversación y de la dialéctica. Es decir, del arte de la conversación y del método dialéctico. Sin embargo, para cultivar la primera también se requiere del don del saber y de la sabiduría, que dan la lectura y la experiencia. Pero, además, que genera el arte de la escucha de los maestros, cuando hablan, dictan clases o responden preguntas. Sin dejar a un lado la ceremonia ritual de oír a los mayores, a los padres y también a las voces de los autores de los libros (“Cuando muere un anciano, muere una biblioteca”, dicen en África). Le debemos a Sócrates el método de la mayéutica, que consistía en practicar la discusión y el debate de las ideas, hasta arribar a la verdad y la razón, pero con humildad y sencillez. Sin arrogancia ni afán de avasallar al otro (por eso dijo: “Yo solo sé que no sé nada”). También, le debemos al sabio griego la idea de que la oralidad y la conversación tienen más poder de persuasión y penetración en el interlocutor y en el discipulado, que la escritura. De ahí que se cree que los auténticos sabios son –o han sido—aquellos que no escribieron ni publicaron sus escritos sino aquellos que escribían en el aire, y que usaban el boca a boca, y la voz y el oído, como Cristo, Buda o Sócrates. Es decir, los hombres que amaron la palabra oral antes que la palabra escrita, y que tenían la convicción de que el conocimiento se transmite con más eficacia, de boca a oído, de generación en generación, y con más pureza y transparencia, si se hace a través del acto de habla y de la acción oral. Y por esa razón, quizás, se negaron a escribir, y optaron por el diálogo, la oralidad y la conversación, nunca por el monólogo ni el soliloquio.

Sócrates con sus contertulios.

Hago este introito para aludir a un gran amigo y tenaz contertulio: Alberto Perdomo Cisneros. Todo capitaleño del mundo de la música clásica, la ópera, la literatura y la vida cultural lo conoce, lo distingue y admira: por su enorme memoria, su espléndida cultura musical (clásica y popular), su educación del carácter, su exquisita personalidad, y por ser testigo excepcional (y aun protagonista) de muchos hechos, acontecimientos y sucesos políticos, sociales y culturales de la ciudad. Y, en especial, de la ciudad colonial, donde nació, creció y vivió, y de donde tiene anécdotas de excepción y esenciales, de la historia citadina y de la intrahistoria. A él es mejor oírlo y escucharlo –con su hablar pausado y tono bajo, pero sostenido –antes que interrumpirlo, y dejarlo que relate, con lujo de detalles y veracidad, eventos que vio, conoció y vivió. De modo que se trata de un testigo memorioso y memorable, al vivir gran parte de la era de Trujillo (1931-61), la Guerra de Abril de 1965, los Doce Años de Balaguer (1966-78) hasta el presente, pues nació en 1938, y posee aún una envidiable y elefantiásica memoria. Y sobre todo, porque es un gran lector y una personalidad de enorme curiosidad antropológica. Es decir, es capaz de explicar, con vivacidad y competencia, por ejemplo, desde los tipos de tabacos y el hábito de fumar, hasta las distintas marcas de artículos de consumo, y el origen de todos los usos y costumbres del dominicano, pasando por las modas y su transformación en el tiempo, hasta desembocar en vivencias y detalles nimios, vistos y oídos. Es una especie de antropólogo empírico, de una insaciable curiosidad por saber y conocer el origen y la historia de las cosas y los objetos de la cotidianidad más baladí y simple. Hablar con él, preguntarle y oírlo, es una fiesta del aprendizaje y un espectáculo silencioso del diálogo galante y ameno. Hombre de café, contertulio profesional, protagonista de múltiples sucesos del devenir de la cultura urbana dominicana y actor consuetudinario de las conversaciones, que han enriquecido su cultura verbal y oral. Espectador y hombre sabio, caminante y practicante del arte de la amistad, de estirpe griega, Alberto Perdomo conoce como nadie los progresos y transformaciones de la vida cotidiana de la urbe capitalina. “Si los cafés hicieron a Europa”, como dijo George Steiner, los cafés de Santo Domingo le han servido al maestro Perdomo para cultivar su espíritu, su sensibilidad y su intelecto; también, su carácter, y permeado su educación sentimental.

Arriba Norberto James, Domingo de los Santos y Antonio Lockward. Abajo los últimos dos, Andrés L. Mateo y Fernando Saánchez.

Decir que en su casa se fundó el grupo literario El Puño, integrado por René del Risco, Marcio Veloz Maggiolo, Miguel Alfonseca, Ramón Francisco, Antonio Lockward,  Iván García, Enriquillo Sánchez, Jeannette Miller, Armando Almánzar, Norberto Santana, José Ramírez Conde y Rafael Vásquez, es hablar de un testigo que posee testimonios de primera mano, en especial de la Generación del 60. Pero su vocación ha sido no tanto la escritura sino la lectura, y la de dejar testimonios fotográficos de su generación y de época, pues, varias de las fotos más icónicas, son de su autoría.  Además, de ser un pertinaz contertulio y un habitué de las peñas, vocación que ha caracterizado su vida, y que, acaso, lo ha sumergido en la oralidad –a contrapelo de la escritura y la publicación–, que conserva y practica con vocación de monje y disciplina espartana. Quizás oír y dejarse oír alimenten –y hayan alimentado– su vida y sea el secreto de su longevidad y salud de hierro. A sus 87 años no se queja de ningún dolor, camina a diario, conduce su vehículo, y dice con satisfacción y orgullo, que no va al odontólogo desde 1960. Confiesa beberse, tras el almuerzo, un vaso de Coca Cola y un solo trago de whisky. No fuma y solo se bebe una taza de café, pero fuera de su casa. Es un prodigio de la naturaleza, cuya mente y cuerpo alimenta con buena música, exquisitas lecturas e interesantes películas. Casi no sale de la ciudad, y sus salidas se limitan a una peña matutina, que le sirve de alimento espiritual y deleite sensorial. Es invitado a dar charlas sobre música clásica, el bolero y la ópera, territorios donde navega, como pez en el agua, con enormes conocimientos, y donde exhibe un insólito repertorio de datos, fechas, hechos y anécdotas. Y donde demuestre conocimientos técnicos, históricos y teóricos de la música y sus instrumentos, como todo un experto.

Se dice que de su generación era el mejor lector (o uno de ellos), mientras los demás se ocupaban de escribir, pintar o dibujar. Hombre admirable, pues, pese a su edad, posee ideas liberales, democráticas, humanísticas y universales. No exhibe vocación nacionalista y reaccionaria, pero tampoco cae en posiciones de derechas o de izquierdas. Practica la apertura ideológica, política y estética, lo cual revela ser un hombre sin dogmas ni prejuicios, y abierto al aprendizaje, al conocimiento y a las nuevas ideas y tendencias de la actualidad. Es, más bien, un hombre correcto, moderado, dúctil y maleable a los tiempos actuales, cosa extraña y rara en un representante de su generación. Ha ido asimilando los cambios tecnológicos y adaptándose a los giros y transformaciones culturales y sociales del mundo. Acaso eso se deba a que nunca ha dejado de leer. Siempre está actualizado. Compra y lee libros de diferentes áreas y disciplinas, novedades y clásicos: obras de filosofía, historia, música, antropología y literatura. Su caso es admirable y digno de emular: devora tanto libros como revistas y periódicos, en papel y en línea. Asiste como oyente y público a charlas, conferencias, cursos, presentaciones de libros, y también es buscado para presentar libros, como si fuera un escritor de formación académica e intelectual y autor de libros. En gran medida, es un hombre de mentalidad renacentista y humanística. Su hábito de lector voraz nunca lo ha abandonado. Y de ahí que se mantiene al día del acontecer noticioso del mundo y de las producciones editoriales. Es un joven de más de ochenta años. Un amigo y contertulio suyo dice, en broma, que es inmortal.

Los amigos de la peña matutina le dicen el Maestro. Como no suelo decirle así, me corrigen cuando le digo simplemente Alberto. Lo hago por el cariño, el afecto y la admiración. Pero en la peña se le dice Maestro. Todos lo esperan para nutrirse de su cultura y su experiencia, y para conocer su época vivida, de prodigalidad y consumos culturales. Yo prefiero siempre preguntarle, nunca refutarle ni debatirle. Todo lo que queremos saber de viva voz –fuera de las páginas de los libros de historia dominicana o de literatura vernácula–, solemos preguntárselo. Tiene un anecdotario del que los historiadores, novelistas y memorialistas deberían nutrirse. Conoció en persona a Johnny Abbes García y a Trujillo, y padeció los horrores y el clima psicológico de terror de su régimen, al ser hijo de padre anti-trujillista, un abogado, quien cayó preso durante ese nefasto periodo. De ahí, con razón, su sentimiento anti- trujillista y vocación democrática, no así socialista.

Calle Las Damas, Ciudad Colonial.

Hacer un tour con Alberto Perdomo por la Ciudad Colonial, Ciudad Nueva y Gascue es una aventura del pasado y la memoria: sabe dónde estuvo cada tienda, negocio, farmacia, ferretería, cine, colmado, librería, y donde vivieron personajes famosos o sus amigos. Es pues un guía excepcional y una memoria sentimental, de peculiar virtud. Hace poco lo invité un sábado a hacer un periplo y me dio cátedra de historia colonial y republicana y de patrimonio monumental, a pie, metiéndonos en callejones y caminando por calles y aceras, y mostrándome qué hubo en cada edificio o residencia. Le he dicho que se grabe y cuente su vida, y esas anécdotas tan vívidas que sabe hacer, o que escriba sus memorias. Le prometí hacerle un guion, a ver si lo estimulo. Pero hace silencio.

Perdomo es una enciclopedia andante y viva: una biblioteca personal que camina. Es un oído musical y una mente brillante y lúcida. Es capaz de relatar, contar y exponer sus ideas con ingente competencia como todo un ser letrado, pese a que estudió finanzas. Ha sido coleccionista de discos, revistas, enciclopedias y libros, y esa vocación acaso explique, en gran medida, su cultura y su memoria. Es decir, es un hombre que ha vivido siempre activo, atento al devenir del mundo y al acontecer político, cultural y artístico del país y del planeta. Fue empleado privado y público, y se especializó (quizás de los primeros dominicanos en hacerlo) en computadoras y máquinas eléctricas de escribir IBM, donde laboró de 1974 a 1990. Conoce en detalles, los perfiles, los paisajes, la cartografía, y los vericuetos y entresijos de la sociedad capitaleña, igual como conoce la genealogía y la historia de las principales familias de la ciudad, al tener una dilatada vida y al ser un sujeto muy observador del devenir de la vida económica, política, social, empresarial y cultural.

Desde el punto de vista político, durante la post-dictadura, fue más cívico que boschista, pero nunca ha sido un político activo, sino un hombre amante de la cultura, los libros y la música. Bibliófilo, melómano y cinéfilo, siempre ha tenido amor al saber como todo un filósofo empírico. Enviudar no lo sumergió en el abismo de la soledad y la melancolía, pues, gracias a su hábito lector y amor por la música, el canto y los conciertos, ha podido sobrellevarla, estoicamente, por su capacidad de cultivar la amistad, la conversación y la caminata, amén del cariño de su familia. Hombre afable, educado, decente, de buen carácter, de voz pausada: nunca sube la voz ni se irrita. Cada día, sus contertulios lo esperan –y lo esperamos– como si fuera el padre de todos. También es, de algún modo, el maestro de todos: nuestro padre putativo. Pese a que no pide esa condición o distinción, siempre mantiene la humildad del que ha llegado a la sabiduría o la ataraxia (o imperturbabilidad del alma, según los griegos). Como han muerto la mayoría de sus coetáneos, ha sabido, inteligentemente, asociarse y relacionarse con personas de las nuevas generaciones, más jóvenes, y hacer amistades, para así mantenerse activo y rejuvenecido. Y eso es signo de inteligencia y salud mental, de resiliencia y adaptación a los tiempos y sus cambios y transformaciones.

Lo conocí personalmente en la librería Cuesta, donde ha sido un habitué, y donde fundó una peña (o forma parte de ella), que alimenta su espíritu y le confiere sentido a su vida de empleado retirado y jubilado. Cuidado, querido y admirado por todos, Alberto Perdomo vive siempre rodeado de amigos, y acaso esos hábitos de practicar el diálogo y de reunirse en cafés, sea parte de la explicación de su lozanía y eterna juventud, pues parece diez o doce años menos de la edad que tiene.

Enriquillo Sánchez.

La primera persona que me habló de Alberto Perdomo fue Enriquillo Sánchez, cuando publiqué un ensayo en el desaparecido periódico La Nación, en el suplemento La Tertulia, en 1999. Enriquillo me dijo que a Alberto le había gustado mi texto titulado Enriquillo Sánchez y sus artículos oficiales, y que le había dicho que se alegraba que un joven escribiera sobre él. Luego leí el prólogo que Perdomo escribió para el volumen Para uso oficial solamente (2002), editado por José Chez Checo, para la editorial Ferilibro, como parte de la colección de la Comisión Permanente de la Feria del Libro. Es el único texto suyo que he leído y que he visto impreso y editado. Perdomo nunca ha publicado un libro, y sin embargo, en la ciudad capital, todos los escritores, los intelectuales y los músicos clásicos, lo conocen o saben de su existencia. Y respetan su trayectoria de hombre culto, conversador galante y vocación de maestro socrático. No adoctrina ni pretende ideologizar: solo se limita a informar, comentar, hablar, y, sobre todo, a opinar sobre aspectos o temas de interés, o a responder y argumentar acerca de una pregunta de alguien. Su bagaje es admirable: es capaz de hacer peroraciones, divagaciones, circunloquios y reflexiones hasta aterrizar en la idea inicial, tomar otro tema o retomar otro aspecto, con una ilación y coherencia insólitas. Lo que sabe lo ha aprendido solo: sin hacer maestría ni doctorado. Solo leyendo y de su experiencia al oír a otros y a sus maestros o mentores. Conoció a todos los escritores dominicanos del siglo XX, y como tal, puede hablar y opinar de sus obras y de su personalidad y su persona.  Y asistió a las icónicas tertulias de Franklin Mieses Burgos, de Ramón Francisco y a otros de melómanos, de las que tiene insólitas anécdotas.

Parecería un diletante, pero no lo es, pues, de su mente incandescente y de su ígnea memoria, salen luminosas revelaciones, juicios propios y brillantes anécdotas, que enriquecerían su obra, si se sentara a dictar su autobiografía o escribiera páginas, que habrían de ser, sin dudas, memorables. Sería una lástima que no dejara constancia escrita, ni nos dejara, como prueba de su pródiga vida, sus lecturas, vivencias y experiencias existenciales, en tanto testigo singular de una época egregia de nuestra intrahistoria.

Cada vez que quiero saber cómo era y quien era un escritor dominicano que no conocí, enseguida me da su opinión, nutriendo o enriqueciendo la conversación y el diálogo, y dándome informaciones que satisfacen mi curiosidad. Ha sido testigo, desde luego, de la transformación y crecimiento de la ciudad, y también de su desarrollo y urbanización.  Alberto Perdomo es una joya y un tesoro de la memoria y de la cultura dominicana. Es un personaje inolvidable y una figura estelar en la vida citadina. No hago psicoanálisis sino una anatomía de su persona y una radiografía de su personalidad y de su vida. Más bien, hago la etopeya de un personaje excepcional y entrañable.

Basilio Belliard

Poeta, crítico

Poeta, ensayista y crítico literario. Doctor en filosofía por la Universidad del País Vasco. Es miembro correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua y Premio Nacional de Poesía, 2002. Tiene más de una docena de libros publicados y más de 20 años como profesor de la UASD. En 2015 fue profesor invitado por la Universidad de Orleans, Francia, donde le fue publicada en edición bilingüe la antología poética Revés insulaires. Fue director-fundador de la revista País Cultural, director del Libro y la Lectura y de Gestión Literaria del Ministerio de Cultura, y director del Centro Cultural de las Telecomunicaciones.

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