Imagen de un grupo de internos de la escuela Dozier.

Gobierno de Florida
Imagen de un grupo de internos de la escuela Dozier.

El infierno de Johnny Lee Gaddy empezó cuando apenas tenía 11 años, una noche de 1957 en la que dos hombres se presentaron en la casa de su madre y le dijeron que "lo llevaban a ver al juez".

Gaddy creía saber por qué lo estaban buscando -solía escaparse de la escuela, huyendo de los niños que lo molestaban por su tartamudeo- pero, a pesar de su corta edad, no podía dejar de sentir que toda la situación era extraña.

Y por eso dijo mirando a su madre: "Mamá, los jueces no trabajan de noche".

Así comenzó la historia de abusos, trabajos forzados y maltrato que Johnny Lee Gaddy, hoy de 79 años, tuvo que enfrentar durante los 5 años que estuvo internado en la escuela correccional para niños Dozier de Florida, en EE.UU. y que cuenta en su libro They Told Me Not To Tell (Me Dijeron que no lo contara).

Cientos de niños como él estuvieron internados en Dozier desde que se inauguró en 1900 y, a pesar de que varios denunciaron lo que vivieron durante su estancia en la institución, su cierre no se produjo hasta el año 2011.

Luego de una investigación forense llevada a cabo por la la Universidad del Estado de Florida (FSU) en 2013, se concluyó que al menos 100 niños murieron en las instalaciones de Dozier y sus cuerpos se enterraron allí.

Fue tal el nivel de los abusos que ocurrieron en Dozier, que en 2017 el Senado del estado de Florida aprobó una declaración en la que se pedía disculpas a las víctimas por lo ocurrido en una institución que estaba a cargo del gobierno. El año pasado, el gobernador Ron De Santis aprobó la creación de un fondo de US$20 millones para compensar a los afectados.

La historia de la escuela sirvió de inspiración para la novela ganadora del premio Pulitzer The Nickel Boys (Los chicos de la Nickel, 2019) del escritor Colson Whitehead, cuya adaptación cinematográfica compite en las categorías de Mejor Guión Adaptado y Mejor Película en los premios Oscar 2025.

Johnny Lee Gaddy le contó su historia a BBC Mundo.

Johnny Lee Gaddy, junto a la investigadora Antoinette Harrell

Dra. Antoinette Harrell
Johnny Lee Gaddy (dcha.) estuvo internado en la escuela Dozier entre 1957 y 1962.

Una noche que lo cambió todo

"Me dijeron que el juez estaba esperándome en el juzgado, pero yo sabía que algo no encajaba. Ningún juez hace audiencias de noche", recuerda Gaddy. Esa misma noche, dos hombres –a los que él solo describe como "agentes"– se lo llevaron de su casa: "Nunca apareció ningún juez. Simplemente me encerraron en una celda y, cuando desperté, me dijeron: 'Te vas a Marianna’".

En esa localidad de Florida quedaba la Escuela Reformatoria Dozier para varones, famosa entre los lugareños como un espacio para "enderezar" a los adolescentes con problemas de disciplina.

"Yo no era un delincuente", cuenta. "Me escapaba de la escuela porque no soportaba las burlas de mis compañeros por mi tartamudeo."

Tuvo el presentimiento de que no volvería pronto a casa, y su madre no pudo despedirse de él: "A ella le dijeron que me llevarían al juzgado y luego la mantuvieron desinformada durante al menos un par de días", relata.

La llegada a la Escuela Dozier estuvo llena de contrastes: "El camino estaba flanqueado de pinos altos, todo parecía muy bonito a primera vista". Sin embargo, al ser Dozier una escuela segregada, como era costumbre en esa época en los estados del sur de EE.UU., un agente le advirtió que esa parte era para muchachos blancos y que él tendría que trasladarse al otro lado de la carretera, donde estaría con otros jóvenes como él.

"Era 1957 y, aunque el racismo era parte de la vida cotidiana, yo no dimensionaba lo que significaba estar en un sitio tan separado", comenta.

Una vieja foto del reformatorio, en el que un chico está manejando un tractor y un grupo de niños viaja en la carreta que el camión arrastra.

Dominio público
A través de los años, se hicieron denuncias de abusos en el reformatorio Dozier, para niños, de Florida, pero su cierre solo se dio hasta 2011.

Dozier, una escuela con muros propios

Cuando Gaddy ingresó a la institución, lo primero que hicieron fue darle un uniforme y asignarle una cabaña: el Bunch Cottage.

"Estaban segregadas también las áreas de dormitorios. Teníamos distintos 'cottage fathers' -padres de cabaña-, que eran los encargados de vigilar y controlarlo todo", explica. Lo que más le llamaba la atención era la ausencia casi total de sonrisas: "Los chicos parecían tristes o aterrados. No era un colegio, sino una prisión infantil disfrazada".

La rutina combinaba un día de clases con otro de labores agrícolas. Gaddy, que tenía poca experiencia en trabajos en el campo, se vio de pronto obligado a cuidar cerdos, recoger guisantes y desbrozar terrenos pantanosos donde había cocodrilos y serpientes.

"Nos decían que teníamos que limpiar esas zonas para luego sembrar. Usábamos serruchos de doble mango, y si te negabas o te retrasabas, te castigaban", asegura.

En Florida, las historias sobre la "Casa Blanca" de Dozier eran conocidas entre exinternos y funcionarios: ese pequeño edificio, pintado de un tono claro que tiraba más a amarillo, era el lugar de los castigos corporales. "Nada me preparó para ese horror", dice Gaddy.

El elenco de la película Nickel Boys, durante una presentación de la película en diciembre en la ciudad de Los Ángeles

Getty Images
La historia de la escuela Dozier es la base de la novela ganadora del Pulitzer "The Nickel Boys", y de una película nominada al Oscar.

La primera vez que lo llevaron allí fue tras acusarlo de sabotear un remolque. "Dijeron que yo había pinchado las ruedas para no trabajar, lo cual no era verdad. De todos modos, me sentenciaron a un 'castigo ejemplar’".

Al entrar, los encargados le ordenaron tumbarse boca abajo en una cama metálica y sujetarse de los rieles. "Usaban correas con agujeros, a veces con monedas que intensificaban el impacto. Cada golpe era como una puñalada. Te decían que, si soltabas la cama, reiniciaban la cuenta desde cero. Recuerdo ver mi sangre chorrear por mis piernas y aún así no me dejaban ir a la enfermería. Me mandaron al comedor para que los demás vieran cómo terminabas si incumplías algo".

"Fue la peor humillación de mi vida", confiesa. "Tenía 14 años y apenas pesaba 40 kilos. No podía entender esa saña". Y no sería la última vez: la amenaza de la Casa Blanca pendía sobre todo aquel que no obedeciera órdenes. Según Gaddy, muchos chicos lloraban de antemano al ver al 'cottage father' aparecer con la correa en mano.

Las instalaciones abandonadas de Dozier en 2016

Getty Images
La escuela fue clausurada en 2011, a pesar de varias denuncias sobre los maltratos que ocurrían dentro.

"No te atrevas a hablar": el silencio como norma

Muy pronto, los internos empezaron a entender que hablar sobre lo que les estaba sucediendo podía significar otro castigo. "La orden era clara: 'No cuentes nada de lo que pasa aquí fuera de la escuela, y mucho menos a tus padres o a las autoridades’", explica Gaddy.

Cuando le contó a su 'cottage father' que un vigilante nocturno lo había llevado a la ciudad y había abusado sexualmente de él, la respuesta fue violenta: "Me golpearon más que nunca. Aprendí a callar".

Ese clima de terror se mantenía con rumores de desapariciones, fugas y persecuciones.

"Traían perros de la prisión local para cazar a los chicos que se escapaban. Luego, los atrapaban y los hacían cruzar la 'línea de correas', con muchachos azotándolos a ambos lados", relata.

A pesar de todo, había quienes preferían arriesgar sus vidas a seguir en Dozier y muchos intentaron escapar. "A mí me frenaba el miedo de que me mataran. Era un niño de 11, 12, 13 años en un lugar desconocido, sin mi familia".

Según Gaddy, no tuvo visitas durante todo el tiempo que pasó en el reformatorio: "Éramos muy pobres, y mi madre no podía costear viajes ni sabía exactamente dónde estaba. Tampoco se lo facilitaban. Querían que la gente pensara que ahí los chicos estaban mejor siendo reformados".

Las cartas que llegaban –si llegaban– solían ser leídas o filtradas. "Mi madre solo recibía mensajes de que yo estaba 'correctamente disciplinado'. Ella imaginaba que era algo como pequeñas nalgadas, no la brutalidad que en realidad sufría."

Gaddy, hablando con los medios desde la escuela Dozier.

Dra. Antoinette Harrell
Durante años, Gaddy se convirtió en un portavoz de los sobrevivientes de Dozier.

Un día a día de trabajos forzados

El sistema de la escuela no se limitaba a castigos físicos: también requería jornadas de trabajo extenuantes. "Un día estabas en 'clase' –que, en realidad, era cualquier cosa menos una clase normal– y al siguiente, salías a la granja antes del amanecer. Tenías que talar, cosechar, criar cerdos, alimentar vacas. Sin quejas, sin pausas", señala Gaddy.

En la parte superior del predio estaban las oficinas y las instalaciones donde dormían los adolescentes blancos.

"A ellos los ponían a hacer tareas menos pesadas, como manejar la enfermería o la parte administrativa. A nosotros, todo el trabajo manual y, en mi caso, a los 14, me pusieron a manejar tractores para transportar comida a la granja".

Los internos nunca recibían un pago. "Lo que producíamos se vendía. Recuerdo camiones saliendo con maíz, leche, huevos… Dozier se beneficiaba de nuestra mano de obra", afirma.

A medida que cumplía años, le daban tareas más pesadas: "Cuando tenía 14, me encargaron manejar un tractor para recoger los productos de la granja y llevarlos al depósito. Veía cómo todo salía en camiones a la ciudad, donde se comercializaba. Nosotros no olíamos ni un dólar de esa venta. Dozier tenía su propio 'negocio' con nosotros".

Y el día que su cuerpo no resistía, la amenaza de la Casa Blanca servía de motivación.

El retorno a casa y el inicio de las pesadillas

Una serie de cruces en Dozier en 2013

EPA
Muchas de las cosas que Gaddy recordaba llevaron a los investigadores a descubrir varios cuerpos alrededor de Dozier.

"Cuando cumplí 16 años, un día me dijeron 'Arréglate tus cosas', y me llevaron a la estación de autobuses. Me subieron a un bus y me mandaron de vuelta a casa. Así, sin más", cuenta Gaddy, más de 60 años después de su paso por Dozier.

Dice que ni siquiera hubo un proceso de liberación oficial ni una explicación. "A mi mamá no le avisaron con tiempo. Simplemente aparecí en la puerta, hecho un desastre, con cicatrices y miedo".

El encuentro con su madre no fue la escena emotiva que uno podría imaginar. "Yo intenté mostrarle mis marcas para que entendiera, pero a ella le costaba creerlo. Pensaba que un 'castigo' era algo menor. No concibió la idea de que me hubieran golpeado hasta hacerme sangrar o que hubiera visto cosas horribles en la escuela", explica Gaddy.

Agrega que, de haberlo sabido todo, su madre habría ido a reclamarlo. "Pero le contaban mentiras, diciéndole que yo estaba en buenas manos, formándome para ser un hombre de bien".

Durante un tiempo, sintió mucho resentimiento hacia ella por no haberlo protegido, pero con los años y la perspectiva que dan las heridas emocionales, comprendió la manipulación del sistema.

"No es que mi madre no quisiera ayudarme; es que la desinformaron. Y en esa época, una familia afroestadounidense pobre tenía muy poca fuerza para luchar contra una institución del Estado", reflexiona.

Además, estaban las imágenes que había visto en la escuela y sobre las que tardaría años en tener una explicación.

"Se hablaba de que algunos chicos que huían jamás regresaban. Unos dijeron haber visto a otros morir en condiciones muy sospechosas. Yo no vi disparos, pero sí escuché historias de perros que rasgaban a los que se escapaban y de cuerpos enterrados en la finca".

Johnny menciona, además, el llamado "hog pen", un corral de cerdos donde él dice haber visto restos humanos mezclados con los desperdicios. "Cuando conté eso, me llamaron mentiroso. Pero luego, arqueólogos encontraron la base de concreto que describí. Para mí, fue una especie de reivindicación, aunque la realidad es demasiado macabra".

Johnny Lee Gaddy en Dozier como adulto.

Dra. Antoinette Harrell
Johnny Lee Gaddy volvió a la escuela para recordar junto a otros internos lo que vivieron en los años 50s y 60s

Gaddy lleva décadas intentando reponerse de las secuelas psicológicas que arrastra desde su adolescencia.

"A veces tengo pesadillas con las correas, escucho el ruido y me despierto sudando", confiesa. Su esposa –a la que conoció años después de salir de Dozier– fue un gran apoyo. "Yo no soportaba que me dijeran 'te amo'. Me parecía una burla porque nadie me quiso en Dozier", afirma con voz entrecortada. Se casaron y vivieron más de cinco décadas juntos, hasta que ella falleció recientemente.

Gaddy contó que probó terapia psicológica, pero al principio fue duro. "El psiquiatra me preguntó por qué reía cuando hablaba de episodios tan terribles. Le dije: 'Es la forma de mantenerme cuerdo'. Reír o romperme. Prefiero reír".

Decidió publicar su historia en un libro que tituló They Told Me Not To Tell (Me dijeron que no lo contara), un homenaje a todos aquellos que, como él, recibieron órdenes explícitas de guardar silencio. "Lo hice para dejar un testimonio, para que nadie pueda decir que no sabía. Y para que las futuras generaciones entiendan que, si un niño te dice que está siendo maltratado, hay que creerle y actuar", enfatiza.

En las páginas, relata detalles de su encierro, la segregación racial, la brutalidad de los castigos y también su difícil adaptación a la vida después de Dozier.

Johnny Lee Gaddy junto a Pam Bondi

Dra. Antoinette Harrell
El caso de Gaddy ha llamado la atención de varias autoridades del estado, incluída la ex fiscal estatal Pam Bondi, quien hoy ejerce como Fiscal General de EE.UU.

"A mis 79 años, miro hacia atrás y me pregunto cómo sobreviví. Creo que si no hubiera encontrado el amor de mi esposa y el apoyo de algunas personas, no estaría aquí", comenta.

Aunque su esposa falleció, hoy cuenta con la compañía de su hija y nietos, quienes lo animan a dar su testimonio y a dormir tranquilo, sabiendo que ese lugar que lo aterró durante media vida ya no está en funcionamiento. "A veces me despierto gritando, y mi hija me dice: 'Papá, estás a salvo. Dozier cerró hace tiempo'. Y yo respiro hondo y digo: 'Sí, pero nunca cierra aquí dentro’", explica, señalando su cabeza.

Johnny Lee Gaddy se considera un sobreviviente. A sus 79 años, dice que está cansado, pero agradecido de poder hablar sin temer el castigo que tantas veces lo silenció. "Cada vez que cuento mi historia, libero un pedacito de la rabia y el miedo que me acompañan desde niño. Me deshago un poco de Dozier", explica.

En su libro y en las charlas que ofrece, el mensaje central es claro: "Si un niño te dice que algo va mal, escúchalo. No lo dejes solo. Un niño que calla es un niño que puede terminar atrapado en un lugar como Dozier. Y ya vimos lo que eso significa".

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BBC

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