Decían que era astuto y mentiroso y le llamaban el destructor de ciudadelas. Su nombre era Odiseo entre los griegos y Ulises entre los romanos. Era astuto y mañoso, era mentiroso, tramposo, vengativo, embaucador de bien ganada fama, y además retorcido. No era exactamente el niño bueno que nos pintan en las películas y tiras cómicas, en las modernas fábulas.

Ulises no sobresalía por su fuerza física ni por su destreza como combatiente. Sobresalía por su aguda inteligencia. Fue él quien se inventó aquel engaño tonto que llevó a la ciudad de Troya a la perdición. Prácticamente, él solo ganó la guerra. Después de tantos muertos, tantos lutos, tantas penurias y tanta heroica resistencia, un vulgar truco de feria le puso fin a todo.

Los troyanos eran buenos guerreros, habían resistido el embate de los griegos durante diez años, pero eran al parecer mentalmente deficientes. Se tragaron la trampa del caballo que permitió el saqueo de la imponente urbe. Tras el saqueo y el incendio cayeron los muros ciclópeos; todo se vino abajo. Sólo las llamas y los incontables gritos de dolor subieron a los cielos, o por lo menos al Monte Olimpo, donde medraban los dioses como cabras. Así cayó la joya del Helesponto, del hoy estrecho de los Dardanelos. La poderosa ciudadela que controlaba el paso y el comercio con el mar Negro y el Egeo.

El padre de Palamedes se vengaría, pero no de Ulises, sino de los griegos, haciendo extraviarse a la flota durante el viaje de regreso.

Y pensar que Ulises ni siquiera quería ir a la guerra. Estaba casado con una hermosa muchachona de nombre Penélope, que le sería supuestamente fiel toda la vida; tenía un hijo recién nacido llamado Telémaco o Telemaco, tenía un perro llamado Argos que no se cansaría de esperarlo, y además era rey de Ítaca, una islita en el mar Jónico que apenas aparece en los mapas. Era un reino minúsculo y de poca importancia, una nadería.

Ulises, por cierto, no era uno de esos reyes holgazanes; era trabajador e industrioso, de los que no desdeñaban el arado. Incluso se fabricó su propio lecho nupcial sobre un tronco de olivo que crecía extrañamente en su palacio. No sería, pues, un palacio lujoso y ni siquiera una mansión. Podemos imaginar que era más bien una rústica y amplia casona con paredes de ladrillo y un techo de tejas de terracota sustentado por troncos de madera.

Sus súbditos no eran gente refinada. Se los describe como animales de pastoreo, gente rústica y salvaje que no hacía más que llenarse la barriga, dormir, holgazanear. Según las noticias que tenemos, Ulises no se sentía muy complacido, no se sentía envanecido ni consideraba ennoblecedor o digno reinar sobre ellos. Pero todo eso puede ser una exageración. Una patraña. De cualquier manera era rey, rey de la minúscula Ítaca, pero rey al fin y al cabo. Además, tenía una esposa tierna y tenía un hijo y un perro y muchas cosas más que de seguro le hacían la vida muy grata. Entre ellas, el clima suave y mediterráneo, el sol y el mar, la buena comida, el vino posiblemente agrio y las eventuales escapadas…

No le hizo gracia cuando vinieron a buscarlo por órdenes del poderoso Agamemnón para unirse al ejército griego. Un hijo del rey de Troya había seducido y raptado a la esposa del Menelao, rey de Esparta y hermano de Agamenón, y se estaba formando un ejército para vengar la afrenta. Pero Ulises no tenía mucho interés y tenía miedo. Una amenazante profecía le había anunciado que, en caso de partir, no regresaría en muchos años, que su regreso sería en extremo tortuoso y largo y penoso.

Con la guerra se perdería la lozanía de la esposa y no vería crecer a su hijo. Se perdería su infancia, su pubertad, su adolescencia. No volvería a verlos hasta cuando ella estuviera ajada y el hijo estuviera hecho un hombre. Nadie, salvo Argos y la esclava Eritrea, lo reconocería cuando volviera veinte años después disfrazado de mendigo.

A pesar de la astucia que se le atribuye, lo único que se le ocurrió para evitar lo inevitable fue hacerse el loco. Se puso al frente del arado, o mejor dicho detrás, y empezó a sembrar sal en los campos de labranza. Seguramente pondría cara de menso y fingiría ser un orate, alguien muy trastornado, fuera de juicio. La actuación no convenció, sin embargo, a un tal Palamedes, un enemigo gratuito que puso en evidencia la farsa. Palamedes colocó a Telémaco frente al arado y terminó con la locura de Ulises, o quizás simplemente no estaba suficientemente loco. Ulises no mató (o no pudo matar, según se dice) a su hijo. Tiró la toalla y partió por obligación para la guerra, pero las cosas entre él y Palamedes no terminaron ahí.

Más vergonzoso fue lo de Aquiles, o lo que hizo la madre de Aquiles para tratar de evadir su destino. El oráculo de Delfos había profetizado que sería un gran guerrero, pero moriría en una guerra entre griegos y troyanos. Desde que nació, su madre lo vistió como una niña, le puso un vestidito de lo más mono y lo escondió en la corte del rey Licómedes. Aquiles vivió más bien como travesti durante muchos años y quizás le hacían trenzas y le pintaban las uñas y le ponían colorete en las mejillas, pero al llegar a la pubertad, puso encinta a la princesa Deidamia. Sin embargo, siguió viviendo como travesti, tratando de esconderse del hado inexorable.

Agamenón mandó a buscarlo cuando la guerra estaba a punto de comenzar, es decir, mandó a buscar al hombre que según la profecía sería el más grande y glorioso guerrero griego. Y a quien mandó fue a Ulises, precisamente a Ulises, en compañía del aguerrido Diómedes. Ahora le tocaría a Ulises descubrir el engaño con una de sus tretas. Desenmascararlo como lo habían desenmascarado a él.

Se presentó, pues, junto a Diómedes en la corte de Licómedes con un cofre lleno de joyas para la princesa y sus acompañantes, pero entre las joyas había una espada y un escudo y, en cuanto Aquiles se interesó por ellos, en cuanto los quiso coger o los cogió, en cuanto puso los ojos y quiso poner la mano, quedó al descubierto y tuvo que irse a la guerra, cosa que no le agradó ni a él ni a Deidamia. Sobre todo a Deidamia.

No se sabe si Ulises le guardó rencor a Odiseo por haberle hecho algo parecido a lo que Palamedes le había hecho a él, pero Ulises nunca perdonó lo de Palamedes. Mantuvo viva la llama del odio y la venganza. Durante la guerra de Troya, hizo circular un documento falso en el que se decía que Palamedes había acordado con el rey Príamo traicionar a los griegos por cierta cantidad de oro que él mismo había plantado en la tienda de Palamedes. Palamedes fue lapidado, muerto cruelmente a pedradas por los soldados del ejército griego.

El padre de Palamedes se vengaría, pero no de Ulises, sino de los griegos, haciendo extraviarse a la flota durante el viaje de regreso.

La versión edulcorada de estas historias que nos suministran los medios es puro maniqueísmo, lucha entre el bien y el mal. Pero de lo que se trata en verdad es de una historia de piratas y saqueadores; la lucha muchas veces es entre malos y peores.

Pedro Conde Sturla

Escritor y maestro

Profesor meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), publicista a regañadientes, crítico literario y escritor satírico, autor, entre cosas, de ‘Los Cocodrilos’ y ‘Los cuentos negros’, y de la novela histórica ‘Uno de esos días de abril.

Ver más