En toda democracia, los partidos políticos cumplen una función esencial, pues canalizan la participación ciudadana, organizan el debate de ideas, forman liderazgos y presentan propuestas para la conducción del Estado. La diversidad política no es un obstáculo, sino una riqueza para la vida democrática.
Sin embargo, esta diversidad se enriquece verdaderamente cuando existen espacios donde las distintas visiones de país puedan expresarse, confrontarse y contribuir a la construcción de consensos. Solo cobra pleno sentido cuando está animada por una auténtica vocación democrática y transformadora. Un sistema político sin partidos sólidos, éticos y conectados con la realidad social se degrada hasta convertirse en un simple mercado de intereses. Más trágico aún es cuando dicho sistema es secuestrado y tutelado por élites y grupos corporativos.
En el artículo anterior analizamos cómo la República Dominicana sufre las consecuencias de un liderazgo político y de unas fuerzas partidarias ciegas para comprender la sociedad dominicana y los cambios que esta demanda, sordas para escuchar las exigencias ciudadanas e ineficientes para responder con soluciones reales. Ese diagnóstico nos lleva a concluir que no bastan ajustes superficiales ni gestos cosméticos.
Lo que se evidencia es la existencia de un sistema político que reproduce y recrea sus propias carencias y debilidades sin colapsar, asegurando su continuidad en el control del Estado y de quienes se benefician de él. No es fruto de la inercia, sino de una cultura que mantiene intocables las estructuras que perpetúan desigualdades, y que por su propia naturaleza bloquea cualquier intento de transformación profunda.
Este andamiaje, incapaz de leer las transformaciones sociales y de escuchar las demandas ciudadanas, se ha vuelto inoperante para representar los anhelos de una nueva sociedad. Esa sociedad permanece atrapada en un esquema que, aunque muestra un crecimiento económico sostenido, no logra una redistribución efectiva de las riquezas y continúa reproduciendo la pobreza.
Las tres principales fuerzas políticas del país —el PLD, la Fuerza del Pueblo y el PRM— enfrentan enormes dificultades para emprender un proceso real de autotransformación. A pesar de sus diferencias históricas y discursivas, reproducen una misma cultura política, con estructuras concebidas esencialmente como aparatos electorales que giran alrededor de candidatos o líderes tradicionales. Las luchas de estos partidos se centran más en quién controla el presupuesto nacional que en la construcción de un verdadero proyecto de nación.
Estamos en medio de un profundo vacío político que no hemos logrado llenar. Un vacío que no es solo de figuras, sino de sentido, de horizonte, de confianza colectiva. Este escenario abre la oportunidad —y la necesidad— de construir una fuerza nueva, pero también plantea los más grandes desafíos para lograrlo.
Construir esa fuerza no será fácil. Existen nudos críticos profundos que condicionan cualquier intento de renovación real. La narcopolítica ha penetrado sectores del Estado y de las organizaciones partidarias, introduciendo financiamiento ilícito que distorsiona la competencia democrática y crea redes de corrupción difíciles de desmantelar. No se trata solo de dinero sucio en campañas, sino de estructuras criminales que buscan influencia en las decisiones públicas, se blindan con impunidad y generan un clima de miedo y silencio.
El clientelismo, por su parte, se ha convertido en un sistema paralelo de gobernanza que compra lealtades mediante favores, empleos, ayudas puntuales o contratos, sustituyendo la ciudadanía consciente por relaciones de dependencia. Este mecanismo no solo corrompe la política; sino que erosiona la autonomía de las organizaciones comunitarias, debilita la capacidad crítica y perpetúa la idea de que el Estado es una fuente de dádivas, no garante de derechos.
La politiquería y el predominio de la política como espectáculo han vaciado de contenido el debate público. La argumentación, el intercambio de ideas y la construcción de consensos han sido sustituidos por campañas mediáticas centradas en la descalificación, el sensacionalismo y la manipulación emocional. Se premia más la frase ingeniosa o el golpe mediático que la propuesta seria y viable. Es una política sin sustancia, desabrida y carente de verdadero encanto.
A esto se suma la naturaleza conservadora de la sociedad dominicana. Las sociedades conservadoras arrastran en su propio ethos obstáculos que dificultan apostar por cambios estructurales. Este conservadurismo no puede enfrentarse solo con discursos de confrontación; requiere procesos largos de diálogo, pedagogía política y demostraciones prácticas, en la macro y micro gestión, de que otro modelo es posible y beneficioso para las mayorías.
La destrucción de los tejidos comunitarios es otro desafío mayúsculo. La emigración masiva ha vaciado comunidades enteras de su liderazgo natural; el consumismo y el individualismo han debilitado los vínculos solidarios y han convertido la vida pública en un espacio de intereses fragmentados. Sin una reconstrucción del sentido comunitario, cualquier fuerza política corre el riesgo de convertirse en un proyecto sin raíces.
Las fuerzas progresistas y de izquierda en la República Dominicana tampoco escapan a profundas limitaciones. Muchas permanecen encerradas en marcos ideológicos rígidos que dificultan el diálogo con sectores más amplios de la sociedad. Sus luchas, aunque legítimas y necesarias, suelen dispersarse en causas parciales que no logran integrarse en un proyecto político de alcance nacional, con visión estratégica, coherencia programática y capacidad real para disputar el poder y transformar las estructuras.
A menudo desconectadas de las realidades inmediatas de la gente, estas organizaciones reproducen dinámicas tradicionales que no se diferencian sustancialmente de la vieja política y, con frecuencia, responden más a las expectativas de minorías de las clases medias e intelectuales que a las necesidades y aspiraciones de la mayoría de la población.
El inmediatismo sustituye a la estrategia de largo plazo, impidiendo procesos sostenidos de acumulación política; la fragmentación mina su capacidad de acción conjunta; y la falta de una comunicación clara, inspiradora y culturalmente conectada limita su potencial para encantar, movilizar y sumar a sectores diversos.
Como resultado, permanecen confinadas a los márgenes de la disputa política, atrapadas en modelos que no logran articular las luchas sectoriales en un proyecto integral y viable, ni convertirse en una alternativa real y transformadora para el país.
El peso asfixiante de los grandes partidos sobre la cultura política y el control del Estado es otro obstáculo. Estas estructuras monopolizan los recursos, imponen las reglas del juego y bloquean cualquier intento de apertura real, manteniendo un cerco político y mediático que dificulta la irrupción de nuevas opciones.
Las campañas electorales se han vuelto cada vez más costosas, lo que favorece a quienes tienen acceso a grandes capitales. El financiamiento privado no es neutral, muchas veces proviene de sectores económicos con intereses opuestos al bien común, lo que condiciona las agendas políticas y reduce la independencia de los candidatos. El que no se somete a esos compromisos suele ser marginado o invisibilizado.}
Finalmente, la “cualquierización” de la política —esa tendencia a banalizarla y vaciarla de contenido— ha degradado la ética y la responsabilidad pública. El ejercicio del poder se ha convertido para muchos en una carrera de supervivencia personal o de ascenso social, antes que en un servicio al país. Sin una recuperación del sentido ético y del compromiso con lo colectivo, cualquier proyecto corre el riesgo de perderse en las mismas prácticas que pretende combatir.
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