No hay incertidumbre: el globo se mueve, pero no es una perogrullada decirlo, porque todos viajamos en un inmenso autobús regido por las leyes de Isaac Newton, dentro de la misma esfera que ya había descrito el polaco Nicolás Copérnico en su libro Acerca de las revoluciones celestes. Permanentemente volamos, sin ser aves, en una tormenta de energías que no percibimos, salvo en ocasiones sorpresivas, cuando aparece un sismo intruso que nos sacude de improviso. Heráclito de Éfeso, el filósofo griego antiguo, nos sentenció: todo es constante cambio, nada permanece… el fuego mueve todas las cosas (interpretación libre del autor).

Presenciamos una infinita cadena de tormentas en la geografía del planeta, retroalimentadas desde hace décadas y que entorpecen múltiples puntos del globo. Influyen en las naciones y en sus habitantes con rigor de desesperación y angustia ante el peligro que representan para la supervivencia de la humanidad, que las contempla con impotencia y paroxismo sin ser culpable de su gestación. Nos referimos a los graves conflictos que hoy vivimos por la lucha en torno a las riquezas que atesoran algunos territorios, los cuales terminan castigados precisamente por poseer tan valiosos recursos naturales. Así ocurrió en África y, de manera puntual, en El Congo, en la región de Katanga: tierras raras, litio, uranio, cobalto, diamantes, oro, etc. Han expoliado sus riquezas y, no conformes, los han esclavizado para congelar su rebeldía (responsables mayores: los europeos en la historia del coloniaje). No tienen miramientos, y hoy lo intentan con Ucrania, rica en recursos que muchos apetecen.

Estamos, prácticamente, ante un mundo avasallado por conflictos que parecen interminables, motivados por la ambición de cruzar fronteras para adueñarse de recursos que legítimamente pertenecen a los pueblos. Los poderosos amenazan con atravesar barreras rojas e intervenir con sus sofisticadas armas, capaces de vomitar fuego destructor a enormes distancias gracias a las herramientas tecnológicas actuales. Convierten aldeas, ciudades y territorios enteros en cenizas y destrucción infernal. Hoy, a miles de kilómetros, se bombardea con misiles, drones, vehículos de combate y aviones de guerra que, cuando éramos niños, solo imaginábamos como fantasía. Todo esto, desde luego, nos atormenta como un volcán que nos cubre con su fuego; como una tormenta temerosa que impacta nuestra salud psicológica, entre otros factores intervinientes.

Las tormentas nos sobrecogen con ritmo y azar, provocando malestares que van desde una vida estresante hasta la pérdida de nuestra voluntad ante minorías elitistas que deciden guerras, conflictos y hasta el uso indiscriminado de armas nucleares como si fueran juguetes de niños. Así andamos, como si fuéramos salvajes; e impotentes, los vulnerables sufrimos las amenazas de unos trucutuses que poseen toda la riqueza del mundo y el dominio de la industria armamentista, la cual opera como una simple mercancía que se vende en cualquier lugar del planeta donde se requiera para alimentar conflictos fronterizos —o no— creados o impulsados por los mismos dueños de esa gigantesca industria que diseña tormentas. Caso emblemático: la guerra proxy entre Ucrania y Rusia.

Nolberto Luis Soto

Profesor

Embajador acreditado en Panamá, 86-87. Embajador acreditado en Ecuador, 2000-2002. Diputado al Parlacen, Director Gral. Biblioteca Nacional. Rector Uteco (Universidad de Cotuí). Vicedecano Facultad de Humanidades,UASD, Prof. Meritísimo UASD. Lic. en Filosofía y Letras, Posgrado en Diplomacia y Relaciones Internacionales, Maestría en Epistemología y Metodología (UNAM), México. Estudios Doctorales en Intervención Social, Universidad Oviedo, España. Escritor.

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