El pasado 26 de abril, en la suntuosidad de la Basílica Santa María la Mayor, en el corazón de Roma, fue inhumado el papa Francisco. Santuario en el que la fe y el poder han mantenido un diálogo perpetuo desde los albores del cristianismo, donde cada piedra registra decretos imperiales, bulas, conquistas y silencios, y donde se selló el último acto de una vida consagrada a la simplicidad evangélica.
Es en ese majestuoso espacio que acogió su modesta tumba, centellean, bajo un manto de oro americano, las bóvedas que narran historias de un sueño teológico y político.
Aquel oro, materia brillante que ahora da forma a la luz de la basílica, y que no es mero ornamento, compone una inscripción silenciosa: proviene de las vísceras saqueadas de las Américas, y entre todas, de la isla primigenia de La Española, matriz de la expansión europea y de su cruzada evangelizadora.
No resulta casual que sea precisamente bajo ese palio de historia ambivalente, de conquista y salvación, de martirio y dominio, donde Bergoglio haya decidido, rompiendo el esquema instaurado, reposar en la perpetuidad del Altísimo.
En la nave izquierda, junto a la capilla de la Salus Populi Romani, su memoria ha sido reducida a los signos más austeros: su cruz del Buen Pastor, una rosa blanca, una lápida de mármol blanco ligure, levemente grabada con un nombre en latín: “FRANCISCVS”. La sobriedad, aquí, es intencionada: en una capital imperial donde cada sepultura compite en fasto con las leyendas que intenta glorificar, esta pureza invita a una reflexión sin precedentes, en respuestas que solo el silencio puede dar.
No lejos de allí, como una ironía de la historia, se encuentra también el sepulcro de Paolina Borghese, la hermana menor de Napoleón. Mujer cuya vida, dividida entre la ostentación y el exilio, halló un inesperado capítulo en Santo Domingo, durante la breve administración francesa de la isla. Paolina, célebre por su belleza y por su talento para los bochinches de salón, se asentó brevemente en nuestra isla, en una travesía caribeña ceñida a un orden social que, incluso en la distancia, persistía en su propia caricatura.
La Basílica Santa María la Mayor custodia también, en sus entrañas de mármol y polvo, los restos de otros dos protagonistas vinculados a la historia dominicana: Sixto V y Paolo V Borghese, dos papas que impulsaron el entramado misional que pretendió evangelizar el Nuevo Mundo y hacer de Santo Domingo una prolongación de sus despachos romanos, a través de una red de órdenes con raíces de una higuera antigua, que penetraron los arrecifes tropicales y moldearon el nombre de Cristo con los aserrines de las lenguas taínas.
Pero no solo el oro y los decretos pontificios vinculan esta historia. En 2022, la voz de una dominicana hizo sacudir hasta el campanario de la basílica, el más alto de Roma. Yo, que estuve allí para presenciarlo, puedo testimoniar que hasta los patriarcas pintados en los mosaicos se giraron al escuchar el Ave Maria de la soprano dominicana Nathalie Peña-Comas, en un recital dedicado a la Virgen de la Altagracia, madre anímica de nuestro pueblo.
La tumba de Francisco, humilde hasta el extremo, puede entenderse así como la última estación de un largo viaje espiritual, cultural y político. Una elección que nos invita a meditar y a recordar que las rutas de la fe, del poder y de la redención jamás fueron lineales. Y que el diálogo entre Roma y Santo Domingo, el Viejo Mundo y el Nuevo, ha quedado eternizado bajo las losas gastadas por el incienso, la sangre y la esperanza.
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