Un once de septiembre se derrumbaron intempestivamente las torres gemelas.
¿Se llegó a saber cuántos cuerpos dejaron de respirar ahí?
¡No!, Solo los escombros supieron con certeza cuántos fueron,
cuántos salieron de entre ellos, cuántos se asfixiaron en el polvo de la muerte,
cuántos de ellos fueron reclamados, cuántos de ellos fueron ignorados y olvidados.
Cuántas flores y pétalos sin culpa, se sepultaron con cada ser que partió.
Así y ahora, no fueron torres gemelas las que sucumbieron
fue el JET SET dominicano, lujosa pasarela de la muerte,
donde las toneladas de cemento, los hierros retorcidos,
la nube de polvo que anegó los sentidos de la gente,
el estruendoso ruido de hecatombe,
el peso infernal sobre los cuerpos,
el crujir de huesos quebrantados,
el olor a sangre derramada,
los angustiantes alaridos de los muertos vivos
que yacían en una tumba recalcitrantemente triste,
una tumba en remolino de ayes, de gritos de auxilio,
de padres nuestros no escuchados,
de un ¡sálvame cristo, perdona mis pecados!
de imágenes de seres que quedaron en casa,
hasta que la muerte que estaba de fiesta
con su arpón en alto iba acallando voces,
dándoles el consuelo de ya no sentir nada,
y les mostró el atajo de un viaje sin retorno
en el tren que paseaba recogiendo a las almas
que dejaron su cuerpo a merced de aquel monstruo
que no cedió en su empeño.
y pensar que salieron de su anterior morada
ataviados de fiesta, con la mejor sonrisa,
con make up muy cuidado, con esbelta figura,
con su mejor perfume y sus mejores joyas,
con rebosantes ganas de beberse la noche,
de beber las delicias de un festivo delirio,
de vivir los instantes de amoríos secretos,
de libar cuanto puedan al ritmo del gigante,
de la voz merenguera que cual imán atrajo
al JET SET de la muerte.
Ojalá hayan tenido un instante supremo para decir ¡Presente!
¡Mi Dios aquí estoy!, ¡Hágase en mi tu voluntad!
ellos los que se fueron…
Ellos, los que se fueron, se llevaron consigo
tanto la algarabía de un concierto iniciado,
como el concierto mismo de sollozos y gritos
de corazones explotando de angustia,
de sangre a borbotones emergiendo de venas
que a grito silencioso se calló entre escombros.
Y se fueron … y se fue… aquel, de voz plateada
que canto desde el fondo de su angustia
“la conocí en la taberna y le dí, le dí una copa de vino”
solo para decir, ¡Soy yo!, ¡sáquenme de aquí!
y se confundió con las voces Yooooooo, Yoooooo, yooooo
en eco eterno…repetidas por cientos de voces.
Ahí todos eran iguales, ahí no hubo privilegios,
y si los hubo,
la muerte se encargó de poner el nivel a un mismo nivel.
Muy cierto que, para el mundo indolente,
todos los muertos debieron llamarse Rubí Pérez,
para decir que los tomaron en cuenta.
Debieron llamarse Rubí Pérez, y debe llamarse Rubí Pérez
el panteón que los acoja para que sean recordados…
Y no, ¡No es su culpa!, bendita sea su existencia
Y el legado que deja…
Pero, él mismo hubiera gritado…
Saquen a los cuerpos al turno, en orden, respeten el turno…
Pero no fue así…
Tanto es así que el merenguero grande ya descansa en un lecho,
mientras los otros Rubíes, aún no son entregados a sus deudos
para que les den cristiana sepultura.
Ojalá en la otra vida si es que la hay, Rubí Pérez sea el que les dé la bienvenida
y los reciba cantando
“La conocí en la taberna y le dí, le dí una copa de vino”
mientras las ROSAS NEGRAS de Abril de NINOSKA VELASQUEZ
se humedecen con el rocío del dolor de cada corazón dominicano,
que también perdió un Ruby Pérez.
Autora: Corazón dominicano (Olivia Paredes Morales)-Ecuador.
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