En el país se discute, no sin incomodidad, la posibilidad de convertir la Casa de Caoba, una de las decenas de residencias que tuvo el dictador Trujillo, en un museo de la memoria. Algunos lo validan. Otros, por temor o desprecio, se oponen, alegando, como si el olvido fuera más seguro que la rememoración, que convertir la casa del dictador en museo, sería una forma de homenaje.

En tiempos de cambalache ideológico, de mercado de símbolos y relatos confusos, recordar se ha vuelto sospechoso, y sin embargo, es precisamente el olvido y la amnesia colectiva el abono ideal para que vuelvan a germinar los monstruos.

Por eso inquieta más el rechazo a la propuesta que la propuesta misma. La arquitectura política del absurdo resurge cada vez que sus mitos no son desmontados, cuando sus ficciones se reinstalan en el sentido común. Tememos miedo de mirar los vestigios, porque hemos perdido la capacidad de pensar con profundidad.

Hace unos años visite Austria, caminando accidentalmente por la calle Salzburger, al número 15, me topé a un grupo de turistas chinos fotografiando una pequeña piedra que hablaba de paz y libertad; para mi sorpresa, ese edificio insignificante, invisible a propósito, había sido la casa natal de Adolf Hitler.  El Estado, sin querer hurgar el nudo en el pescuezo de la historia, la había comprado y clausurado, y hoy se prepara para ser un destacamento. Algo parecido ocurrió con el lugar de su muerte, el bunker de Berlín, que ahora es un parqueo público rodeado verdes áreas con álamos temblones.  Pero ni las piedras, ni los muros, ni los arboles callan, los símbolos resisten en la forma y en la materia misma de la historia no dicha. Y el olvido, paradójicamente, fertiliza lo que se intenta sepultar.

Ocurrió también en España, en el Valle de los Caídos, monumento colosal al delirio franquista, que durante décadas sostuvo el cuerpo del Generalísimo, y que cuando lo exhumaron en 2019, el problema ya no era su cadáver, o lo que quedaba de él, sino la narrativa latente que había despertado en la sociedad y el cotilleo: no era duelo, era espectáculo, nostalgia y síntoma.

En 2008, cuando estudiaba en Buenos Aires, visité la ESMA, antiguo centro clandestino de detención y tortura durante la dictadura, hoy un museo al recuerdo; allí las paredes y pasillos conservaban, en las huellas fichadas, los relatos que lo que los archivos no pueden: todo, absolutamente todo, habla. Esa noche, soñé con los rostros sin nombre de los desaparecidos, y entendí, que la memoria más allá de ser un ejercicio de la mente, es una experiencia del cuerpo. Eso lo confirmé durante mi visita a Camboya, años después, en Toul Sleng, célebre prisión de alta seguridad S-21 del régimen de la Kampuchea Democrática; visité con mi madre ese lugar de la desdicha y poco después del ingreso ella tuvo que salir de las horrorosas aulas, con el mareo del peso que tiene la presencia del sufrimiento; creo que los fantasmas de los torturados le quitaron a mi madre el aliento. Las rejas oxidadas, las manchas de sangre seca, el olor a humedad y miedo, en fin, la memoria habitada, resistida.

Algo similar me ocurría en Chernóbil. Fui allí con una especie de necesidad, quería entrar en las entrañas de lo que fue, tal vez, el peor accidente humano en el marco de la historia que me había tocado vivir. Recorrer una suerte de parque temático del desastre, laboratorio de radiación que persiste en los espacios y objetos, y cuya experiencia de visitarlo, al menos antes de la guerra actual, se convertía en un viaje multisensorial, que incluía hasta el almuerzo que en su tiempo ingería la guardia soviética.

En Italia, donde actualmente vivo, se sabe lidiar con los fantasmas del pasado. La figura de Mussolini, en algunos espacios, sigue siendo venerada con afonía. El escritor Antonio Scurati ha denunciado el “olvido blando”, y le ha llamado, justamente, la “imbecilidad de la desmemoria”, que permite que la retórica fascista regrese disfrazada de patriotismo. Los italianos recuerdan al Duce no a través del duelo, sino del gossip politico y la trivialidad, con memes y nostalgia pop. No hace falta conmemorar el peso de los cuerpos en la verde Piazza Loreto, donde el dictador había sido colgado junto a su amada Claretta para el disfrute del pueblo y los escupitajos de los partisanos. En esa rotonda, a pocos metros de donde está hoy el consulado dominicano, los autos giran en círculos de indiferencia: así gira y se repite lo que no se elabora.

En este, y tantos otros casos, el fondo es el mismo: no saber qué hacer con el pasado. La dictadura trujillista no fue solo un régimen, fue una estructura de paradójicas devociones, una maquinaria de visibilidad, de seducción maldita que no ha desaparecido, ha cambiado de aspecto. Y por eso la memoria es necesaria, y es necesaria hacerla visible. No se trata de condecorar el horror, es desempolvarlo, restaurar su fachada, ponerle una cara, una placa, y llamarlo por su nombre.  Para poder desarrollar el pensamiento crítico, hay que conocerlo, estudiarlo, verlo, y luego desarticular sus mecanismos a través de la educación y el pensamiento crítico.

Los crímenes del Estado, la violencia institucional, la represión sistemática, deben ser contemplados en su contexto. Y sostener la conciencia colectiva, como una advertencia de lo que no debe repetirse.

Transformar las casas donde habitó el error, no es glorificar, es impedir que regresen a habitarlas sin que lo notemos. Y es también responsabilidad del Estado ser constructores de una lucidez colectiva. No se borra la historia, no desaparece; se disfraza en un carnaval de confusión, y cuando regresa, ya nadie la reconoce.

La memoria no es un archivo. Es un modo de atención, de adhesión lúcida. Recordar es cuidar nuestro futuro, sin temer a que la memoria no haga juego con las cosas de caoba.

Joaquín Fernando Taveras Pérez

Diplomático

El autor es diplomático, comunicador, mediador lingüístico, egresado de la Universidad de Palermo en Buenos Aires, Argentina, maestría en mediación intercultural en el campo diplomático, en el Instituto CIELS de Milán, Italia. Ha realizado cursos de literatura en el Cambridge Education Group, actualmente trabaja para el Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Dominicana, ejerciendo las funciones de Consejero, encargado de cooperación académica y cultural en la Embajada dominicana en Roma. Creador del Ciclo de Literatura Dominicana en Italia, en el Instituto Cervantes de Milán. Ha elaborado y coordinado acuerdos de cooperación ministerial, cultural, técnico y científico. Ha publicado en varias revistas, como la neerlandesa “Diplomat Magazine”, creador de las guías de gestión y comunicación para la Universidad de Palermo, guía para gerencia y dirección de la comunicación publicitaria en televisión, para el canal Teleantillas, donde fue director de promociones durante dos años.

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