
Es domingo por la noche, y luego de vivir una Semana Santa recibiendo y dando amor, como Jesús lo hizo, decido sentarme y retomar la escritura después de un periodo sin hacerlo. Deseo compartir cómo fue regresar a Cuba por siete días para abrazar a tres personas esenciales en mi vida: mamá, papá y hermana. Han pasado casi tres años desde que dejé Cuba, y no hubo un día en que dejara de pedirle a Dios este reencuentro. Ser migrante es vivir con el alma marcada por un anhelo constante de aquello que nos define y da identidad.
La mayor de las Antillas está devastada. Duele profundamente la realidad de un pueblo extenuado que sobrevive aferrado a la esperanza como un último suspiro. Mientras sus sueños emigran y sus raíces resisten en medio del abandono, la tristeza, el silencio y la incertidumbre. Cuba flota a duras penas entre las olas del desabastecimiento y el desencanto. Es como un cuerpo cansado que se aferra desesperadamente a un pedazo de madera en medio del océano. Cada día es una lucha por defender la vida. Como náufragos, los cubanos dirigen sus miradas al horizonte buscando una orilla, una señal de tierra firme, algo que anuncie que el sufrimiento no será eterno. Pero el mar es vasto e incierto, y aunque la salvación parece lejana, la voluntad de vivir se aferra al último aliento de esperanza.
En medio de todo ello, agradezco infinitamente a Dios por mi familia. Fue difícil encontrar tres personas de cinco que había dejado conviviendo en el que un día fue mi hogar, por momentos sentía al pasar frente a la habitación de mi abuela, que aún persistía allí. Y con Tía Mayda el sentimiento era de lejanía, como si estuviera aún viviendo en Guantánamo.
Mi visita alegró el espíritu de mi padres y hermana, y ayudarles a remar me hizo sentir útil y partícipe de sus luchas silenciosas. Esas luchas que antes escuchaba parcialmente y ahora he podido comprender plenamente. Con la certeza de que ellos se levantan cada día confiando en la divina providencia, me despedí con un “hasta pronto”. A pesar de las penas, regresar a Cuba por ellos siempre será una prioridad. Me llevé el dulce sabor de una eucaristía cubana que me recuerda cómo Jesús tomó tres días para resucitar. Para los migrantes, la resurrección no tiene que ser simultánea; está bien que sea gradual.
Reencontrarse con las personas que uno ama es, en muchos sentidos, volver a respirar con el alma. Es más que un simple encuentro físico; es regresar emocionalmente a un lugar seguro, a una complicidad, a una historia compartida. Puede traer lágrimas, risas, abrazos prolongados o una paz profunda. Es un recordatorio de que, pese al tiempo o la distancia, el amor permanece intacto, esperándonos para restaurarnos y recargarnos, listos para seguir andando por la vida.
Compartir esta nota