Hablar de corrupción política no es entrar en un terreno ajeno ni reservado a especialistas. Es hablar de la vida cotidiana. De esa sensación persistente de que algo no encaja cuando decisiones que deberían beneficiar a todos terminan beneficiando a unos pocos. En la República Dominicana, esa sensación no es abstracta: se experimenta en las instituciones, en los servicios públicos, en la relación diaria entre el Estado y la ciudadanía.

En un país presidencialista como el nuestro, la democracia funciona por goteo. Todo cae desde arriba por gravedad: las órdenes, las prioridades, los silencios. Aquí nada ocurre por casualidad; ocurre por delegación. Incluso lo que nadie quiere firmar tiene siempre una lógica vertical que lo explica.

SENASA opera dentro de ese orden natural. No como anomalía, sino como confirmación de un paradigma. En este país no se improvisan los desórdenes administrativos: se enseñan y se transmiten por generaciones como un saber práctico, casi artesanal.

Hay conceptos que explican este fenómeno: la corrupción no es un hecho escandaloso aislado, sino un mecanismo de funcionamiento que permite que la política continúe tal como está. Surge cuando se combinan tres factores: poder sin suficiente vigilancia, oportunidad de beneficio y, crucialmente, una justificación interna que permite racionalizar el acto. La existencia de SENASA como "anomalía" es en realidad una manifestación de esta corrupción estructural, donde el poder es un instrumento de pago y el cargo, un medio para sostener pactos.

El presidente, por supuesto, no sabe nada. Nunca sabe nada. Lo sabe todo cuando inaugura y nada cuando huele mal. Es una destreza política que roza lo sobrenatural: omnipresencia selectiva. Saber sería un exceso de responsabilidad; ignorar, en cambio, es una virtud institucional.

La ceguera moral y el lenguaje como desinfectante

Cuando algo sale mal, nadie decide. Todos “siguen lineamientos”. Nadie roba. Nadie falla. Nadie hace daño. Aquí solo se “optimiza”, se “ajusta”, se “reformula”. Verbos blandos para realidades duras.

Esto se relaciona con el elemento psicológico de la distancia y la ceguera moral. Si un político desvió fondos, no ve inmediatamente el hospital sin insumos, sino una cifra en un documento. El lenguaje funciona como desinfectante: limpia la escena antes de que alguien pregunte por el cuerpo, ocultando el daño real y haciendo posible que se actúe con una conciencia tranquila.

Y cuando la cifra aparece —dieciséis mil millones— ocurre algo curioso. No es suficiente para ser un error menor, pero tampoco alcanza para ser un crimen intolerable. Es una cantidad incómoda: demasiado dinero para asumir culpa, demasiado poco para merecer castigo. Un monto intermedio, ideal para la impunidad.

La instrumentalización de la enfermedad y el costo de la corrupción

Ahí entra en escena la enfermedad. No la del pueblo, que siempre llega sin aviso y sin cobertura, sino la otra: la estratégica. El culpable comienza a sentirse mal. Presión alta. Estrés. Un cuadro delicado. Nada grave, pero lo bastante serio como para posponer declaraciones, audiencias, responsabilidades. La salud, curiosamente, aparece cuando conviene. En este país, enfermarse es una desgracia para unos y una coartada para otros.

El guion se repite. Se anuncian investigaciones. Se habla de procesos en curso. Se promete llegar hasta las últimas consecuencias, que siempre quedan un poco más allá del calendario político. El sistema se protege con una elegancia admirable: no absuelve, pero tampoco juzga.

Abajo, en cambio, el tiempo corre distinto. El tiempo del cuerpo. El de la gente que llega temprano a un hospital público con una carpeta de papeles, toma un papelito con número del turnomático, espera horas y horas… y se va con una frase neutra: “Vuelva la semana que viene”. No es una negación explícita. Es algo más eficaz: una postergación infinita. La salud no se les quita; se les suministra con un cuentagotas, hasta que deja de ser una opción.

Aquí es donde se siente el costo real de la corrupción:

Cuando se roba del Estado, se roba del hospital, de la carretera, de la escuela, de la oportunidad que nunca llegó. La ciudadanía no solamente pierde dinero, pierde confianza, y la confianza es el fundamento básico de cualquier sistema democrático.

Mientras tanto, el ciudadano aprende que la salud no es un derecho, sino una variable administrativa. Aprende que la espera no es una falla, sino parte del diseño. Aprende cómo reclamar es inútil cuando el problema no tiene rostro, sino organigrama.

Aquí nadie muere por falta de atención médica: aquí se llega tarde.

Aquí nadie es corrupto: aquí se gestiona.

Aquí nadie es culpable: aquí todo es pecado original, aunque estén todos bautizados.

El presidencialismo: Concentrar el poder, dispersar la culpa

El presidencialismo tiene una ventaja indiscutible: concentra el poder y dispersa la culpa. El poder sube. La responsabilidad baja. Y en algún punto del trayecto, desaparece.

Por eso el pescado no apesta en la cola. La cola solo aguanta el mal olor. El problema está arriba, donde se decide que el mal olor es tolerable, que el monto es manejable y que, al final, dieciséis mil millones no alcanzan para arruinar una carrera.

El sistema sigue funcionando. Esa es la verdadera tragedia. Funciona lo suficiente para no colapsar y lo bastante mal para no curar.

Y así, mientras algunos se enferman justo a tiempo y otros esperan eternamente, el país confirma su gran lección administrativa: la impunidad también es más que un legado, es una política de Estado.

Nada se corrige mientras resulte rentable no corregirlo.

La corrupción se mantiene cuando la ciudadanía baja la guardia, cuando se normaliza, cuando el cinismo reemplaza la indignación… Combatir la corrupción en instituciones como SENASA no empieza con comunicados ni con discursos moralizantes. Empieza cuando la ciudadanía comprende que lo público no es del gobierno, sino de todos. Cuando exige transparencia real, rendición de cuentas efectiva y límites claros al uso político de los recursos sociales. Cuando deja de aceptar el mal funcionamiento como si fuera una fatalidad. El sistema corrupto se protege cuando la gente acepta que las cosas sean así.

La vigilancia social, la transparencia y la prensa libre no corrigen el sistema por virtud, sino porque vuelven costosa la impunidad.

Al final, no se trata solo de quién ocupa la cabeza, sino de cuánto está dispuesto a soportar el cuerpo. Porque cuando el mal olor se vuelve costumbre, deja de percibirse como señal de alarma y pasa a confundirse con el ambiente. Y en ese punto, el problema ya no es únicamente el poder que se corrompe, sino la sociedad que se acostumbra a respirar la peste sin cuestionarlo.

Ariosto Sosa D´Meza

Resido en Praga, República Checa. Soy egresado de la Universidad Karolina de Praga. Estudie Massmedia y periodismo. También soy egresado de la Academia Cinematografica Checa Miroslav Ondricek. Me dedico como colaborador externo (freelance) para varios medios de comunicación checos. Entre ellos Radio Praga, la revista política semanal Reflex y colaboro en producción en el área de documentales con varios canales de televisión checos.

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