Un espacio opera como condensación de memorias, formas, hábitos, ámbitos energéticos en los que el sujeto se ve ampliado. Si en sus interiores se crea una narrativa, un campo de ilusiones en los que cualquiera pudiera asumir un papel, aunque fuera de último minuto, la magia del lugar estará ya a la vista de todos. Y para todos.

Si hay un Santo Domingo conectado a una dinámica del tiempo “Siglo XX”, a esa manera displicente en superar el concepto tradicional de jornadas laborales, de producir un tiempo propio, de vivir de espaldas a ese consabido pueblo trabajador; si hubo una maquinaria de un tiempo libre exquisito, de “alta gama”, disparado hacia la estratósfera de la imaginación secular, pasarela para ver y verse, para multiplicarse como en esos espejos de “Vértigo”, con un James Stewart patético, ese era el JetSet.

Un amigo me contó cómo trató de sobornar a un camarero del local. En una de esas noches en las que no cabía ni una mosca, le ofreció a esos centuriones de las esperanzas llamados “bartenders”, la al parecer fabulosa suma de cinco mil pesos para que le agenciara una mesa, cualquiera. “No, mi hijo”, fue la respuesta del diligente empleado: “ahí están los peloteros”.

En los marcos de la cultura de la pobreza tú siempre serás pobre, aunque llegues al local con un Lamborghini que combine con tu saco y una acompañante con un chasis mejor que un Mercedes en los tiempos del buen Mercedes. “Los peloteros” no eran más que nuestras grandes estrellas del baseball, aquellos ex infelices y muertos de hambre que gracias a tu trabajo, suerte, talento, pudieron “sacarla” por todo lo alto. Pero al igual que los “peloteros”, también teníamos a los “bachateros”, a los jóvenes y triunfantes empresarios llegados de Los Mina, amigos de Raúl, todos avispados emprendedores que vendiendo lo que fuera y como fuera habían llegado al encanto de esas guayaberas tan barrocas, en el mejor Johnny Ventura style.

Junto a estos esforzados deportistas, artistas, jóvenes empresarios, natural y obviamente que se colaban las históricas “champaneras”, bajo la sombra fabulosa de Sobeyda: las chicas del narco, las que consumían Moutoun Cadet como si estuvieran abriendo una botellita de Agua Del Villar. Si no tuvimos años 20 parisinos, sí que tuvimos a las champaneras, hermosas y culonas y tetonas y todo lo maravilloso que podría salir del bisturí de Edgar o de perdidos laboratorios o consultorios venezolanos.

El JetSet fue un ámbito de alto coste. Su fiestar en pleno lunes, que ahí no era para nada “lunes de zapatero”, se convirtió en meta de toda aquella clase que quería permitirse un ligero descanso, unos traguitos para comenzar la semana, para conocer a gente exitosa, para chocar camino al WC con algún influencer o celebrity, que de todo había en la viña de ese Señor.

Ubicado en el ecosistema de los placeres siglo-veintiúnicos, con un Palacio del Son y aún con un Bonyé más o menos cercano, el JetSet era una especie de la última maravilla capitaleña, un espacio con aura, con feeling, con charm, con swing, que pintaba cielos estrellados solamente al oír la palabra.

Cuando un espacio se va constituyendo en función del mito que generan sus energías, a esa suma in crescendo de conjuntos bailables, de alegría, hechos, actos, fotos, entonces la sensación de bienestar llegará a la enésima potencia. En esas paredes se fueron colgando cientos de héroes locales, de empresarios buscando “variar”, de gente simple afanada en contactos, en ser parte de ese jolgorio hasta el amanecer, de gastarse sus dos mil o tres mil dólares como decir, déjame salir de este problema en eso que ciertamente fue “marca país” y que ya no saldrá de los labios del ministro de Turismo o de Cultura, definiendo así la magia de sus esferas.

Un Santo Domingo ya sin JetSet tendrá que asumirse en su anomia del siglo XXI, a esa Alfa y Omega que te impone el Ministerio de Interior, a esa vida contenida hasta la medianoche, a ese cristal a la que le faltarán muchas horas de sudor y de historias para que brille en la conciencia. Porque tengamos claro, que el brillo de todo espacio lo dará la varita que transforme allí a las ranas en príncipes.

Miguel D. Mena

Urbanista

Editor, docente universitario y urbanista

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