La literatura dominicana vive una paradoja luminosa y dolorosa a la vez: crece en calidad, pero mengua en interlocución. Se multiplican los libros, los talleres, las ferias y los reconocimientos, pero los lectores escasean. En un país donde los escritores se leen entre sí, la palabra corre el riesgo de convertirse en eco.

No se trata de falta de talento, nunca hubo tanto, ni tan diverso, sino de la ausencia de una política pública que forme lectores y cree condiciones para que la literatura circule fuera del pequeño círculo de los propios autores. En el fondo, el problema no es literario: es educativo. Leer no es un acto espontáneo; es una práctica que se cultiva, una sensibilidad que se enseña. Sin embargo, el sistema educativo dominicano ha reducido la lectura a una tarea escolar, sin alma ni asombro.

En las aulas se leen fragmentos descontextualizados, no obras completas. Se examina el texto, pero no se experimenta la emoción. Así, el joven aprende a cumplir con la lectura, pero no a habitarla. La escuela debería ser el primer espacio de contacto con la palabra viva, y no el lugar donde la literatura se vuelve tedio y se aprende a odiarla. Formar lectores no es repartir libros: es despertar curiosidad y sentido.

A la falta de política educativa se suma la precariedad del sistema editorial nacional. Muchos escritores publican por cuenta propia, sin distribución ni visibilidad. Las librerías, cuando los incluyen, lo hacen como excepción o gesto de cortesía. El Estado compra libros, sí, pero sin criterio de continuidad ni voluntad de formar catálogos que reflejen nuestra diversidad literaria. Así, los libros dominicanos quedan condenados a la invisibilidad: existen, pero no circulan.

En ese vacío, los escritores se leen unos a otros. Se celebran, se comentan, se citan; son su propio público. Esa intimidad puede ser fecunda, porque crea comunidad, pero también peligrosa, porque encierra la literatura en una especie de prisión intelectual. Una nación literaria no puede sostenerse solo sobre el diálogo de sus creadores: necesita el encuentro con los lectores, con la calle, con la gente común que no escribe, pero siente, comenta y critica.

No basta con producir obras valiosas si el país no las acompaña con políticas de lectura, redes de distribución y educación literaria. Un libro sin lector es como un niño huérfano, y un país que no lee a sus escritores termina por no reconocer su propio devenir. La literatura necesita del otro para completarse; sin ese otro, el lector, el acto de escribir se convierte en un monólogo hueco.

La lectura es esencial para todas las áreas del saber. A veces pienso que lo más urgente no es escribir más, sino leer más, mejor y de forma crítica. Leer al otro, leer lo nuestro, leer sin prisa, leerlo todo y con respeto. Solo entonces la literatura dejará de ser un eco que se repite en los márgenes y podrá convertirse, como debiera, en el corazón reflexivo del país.

Leer es aún la forma más silenciosa de resistencia.

Ramón A. Lantigua

Abogado

Abogado, docente y especialista en mercados regulados. Egresado de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña; Postgrado en Derecho Procesal Civil, de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, y Maestría en Derecho de la Universidad de Tulane, en la ciudad de Nueva Orleans.

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