Desde el siglo XVI, Santo Domingo ha sido reconocida como la Atenas del Nuevo Mundo. No solo por haber sido el punto de partida de la expansión occidental hacia el continente, sino por su condición de cuna de las primeras instituciones del hemisferio: la primera ciudad, la primera iglesia, la primera catedral y la primera universidad del Nuevo Mundo.
A estas primicias, sobradamente conocidas, se suma un hecho menos recordado pero igualmente decisivo: Santo Domingo fue también el primer centro logístico del hemisferio, el núcleo operativo desde el cual se estructuró el aparato administrativo y militar de la conquista. Desde su puerto partieron muchas de las expediciones que darían origen al entramado imperial que definió el mundo moderno y que aún hoy moldea el sistema atlántico contemporáneo.
Con el tiempo, y a medida que la extensión de la Corona española incorporaba nuevos territorios, la posición central de Santo Domingo se fue relegando a un segundo plano, hasta colapsar con la invasión haitiana de 1822, que puso fin a casi cuatro siglos de pertenencia al Imperio español.
Tras la independencia, y pese a los traumas de una república naciente obligada a invertir sus escasos recursos en la defensa ante la amenaza constante desde el oeste, el país logró sostener su vocación ilustrada. La República Dominicana se reafirmó como espacio de luces hemisféricas, dando al mundo intelectuales de proyección continental como Pedro Francisco Bonó, Eugenio María de Hostos, José Gabriel García, Francisco Gregorio Billini, Federico Henríquez y Carvajal, Pedro Henríquez Ureña y Américo Lugo.
Santo Domingo continuó así construyendo sobre su identidad como centro de pensamiento hispanoamericano, heredera espiritual de la tradición acumulada de Occidente.
La vocación marítima de República Dominicana debe convertirse en eje estratégico para su proyección regional, combinando infraestructura, diplomacia y visión cultural.
Sin embargo, durante largos periodos históricos, el potencial creador y emprendedor del pueblo dominicano fue contenido bajo estructuras políticas inestables, caudillismos o regímenes dictatoriales que sofocaron la iniciativa nacional. La sociedad avanzó, muchas veces, no con el Estado a su favor, sino a pesar de él.
Esa mentalidad, más afín a la herencia continental de la geopolítica clásica, contrasta con la naturaleza profunda de nuestra nación: una nación marítima, abierta y comercial por esencia. Somos, y siempre hemos sido, un pueblo insular, dinámico, con vocación de intercambio. Sin embargo, por mucho tiempo nos comportamos como un Estado encerrado en sus fronteras, ajeno a la proyección oceánica que definió nuestros orígenes. Esta diferencia entre una visión continental y un ethos marítimo se encuentra en el corazón de toda teoría geopolítica.
Las naciones continentales enfrentan retos de contención, fronteras por asegurar y expansiones territoriales destinadas a garantizar zonas de seguridad o espacio vital. Esa lógica las lleva a concentrar recursos en estructuras defensivas que, aunque necesarias, consumen energías que podrían destinarse al crecimiento y la innovación social.
Las naciones marítimas, en cambio, comprenden que la riqueza y el poder se expanden mediante la circulación. Desde la Atenas clásica hasta las ciudades-estado italianas, pasando por el Imperio británico y su heredero contemporáneo, los Estados Unidos, el mar ha sido el verdadero teatro de la historia; el espacio donde el comercio, la cultura y la libertad encuentran su cauce natural.
La República Dominicana debe reclamar y afirmar su vocación marítima, no solo como ruta de tránsito, sino como proyecto nacional de largo plazo. Así como en el siglo XVI fue el primer puerto del Nuevo Mundo, hoy se consolida como el hub logístico del Gran Caribe. Ese destino se construye mediante inversión estratégica en puertos, aeropuertos, vías internas de conectividad, seguridad marítima y diplomacia económica. Pero también mediante una red de diplomáticos, empresarios y promotores del conocimiento que proyecten la nación hacia los mercados y centros de poder global.
Para ello, el país requiere una armada moderna, tanto militar como mercante, que proteja sus rutas marítimas frente a las amenazas regionales, así como una infraestructura logística y tecnológica de vanguardia. Pero, sobre todo, se necesita una voluntad política sostenida y una visión coherente con nuestra naturaleza oceánica.
Solo así la República Dominicana podrá volver a ser, plenamente, una nación que articula cultura y comercio, pensamiento y proyección, y que reafirma su posición central en un Gran Caribe dinámico, creativo y con vocación global.
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