«Cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo también te mira a ti». —Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal (1886)
El aire en el colmado de la esquina es espeso, un caldo de humedad, grasa de la fritura y el rumor sordo de una bachata que llora desde un radio. En la pantalla del televisor, colgada entre botellas de Brugal y racimos de plátanos, desfilan imágenes de otro mundo: miles de jóvenes tatuados, ahora vestidos de blanco, hacinados en una celda infinita. Es El Salvador.
La voz del presentador habla de orden, de paz, de un milagro. Nadie parece prestar mucha atención. Discuten el precio del pollo, maldicen los apagones y la factura de la luz. Pero la imagen queda flotando, un fantasma silencioso en la penumbra, una solución brutal a problemas que sienten muy propios. El abismo, desde la pantalla, les devuelve la mirada.
La República Dominicana es un país que se mira en espejos rotos. Caminas por las avenidas vidriadas de Punta Cana, Piantini, la Churchill en el Polígono Central y te reflejan la imagen de un milagro caribeño, un tigre de crecimiento económico imparable. Pero te adentras en los callejones de Herrera, Capotillo y La Zurza, en los campos sedientos del Sur Profundo, y los fragmentos reflejan otra realidad: la de una prosperidad que brilla para unos pocos y quema los ojos de la mayoría. Este es un viaje a través de esos espejos rotos de América Latina, cuyos cortantes fragmentos muestran el futuro posible de una nación que baila merengue al borde del abismo.
La última moneda
En Buenos Aires, la paciencia es una cuenta de ahorros que llevan dos décadas vaciando. Se agotó en los cacerolazos del 2001, con el “¡Que se vayan todos!” que era un rugido de dignidad herida. Y se volvió a agotar, gota a gota, cada vez que el peso se convertía en papel pintado, cada vez que el asado familiar se volvía un lujo, cada vez que un político prometía y traicionaba.
María, una maestra de primaria, lo vive en la angustia de las mañanas. Su salario es un animal escurridizo. Lo recibe un día y al siguiente ha perdido la ferocidad, domesticado por una inflación que lo devora en silencio. “Vas al mercado y es como llevar un colador lleno de agua”, dice, mientras aprieta el mango de su carrito de compras. “Calculas, priorizas y te resignas. La carne, afuera. Las vacaciones, un sueño. La educación de los niños… esa es la última moneda que no quieres soltar”. La furia argentina no fue un fuego abrupto; fue una brasa lenta, alimentada por la frustración de una clase media que se desvaneció y un sistema político que solo ofrece más de lo mismo.
Javier Milei no llegó con un plan económico entendible para María; llegó con una catarsis. Una motosierra para romper el colador. Su victoria no fue un voto de convicción ideológica, fue un “voto bronca”, el último recurso de quien ha probado todas las opciones en el menú y todas le han sabido a ceniza. La lección para Santo Domingo es clara: el crecimiento económico que no se traduce en seguridad, en bienestar social, en comida, en paz mental, es el combustible perfecto para el incendio que promete arrasar con todo.
El cadáver de los partidos
Antes de que Hugo Chávez fuera un espectro en la televisión, fue un síntoma. La enfermedad se llamaba Puntofijismo: un pacto entre élites de Acción Democrática y COPEI para repartirse el país como si fuera un bizcocho. Durante décadas, el petróleo pagó la fiesta. Ser “adeco” o “copeyano” era la llave maestra para un empleo, un contrato, un favor.
Luis, un ingeniero jubilado de Maracaibo, atesoraba fotos de una Venezuela que ya no existía. “Esto era un país con futuro”, murmura, pasando el dedo por la imagen borrosa de un carro nuevo frente a su casa. “Pero todo era de mentira. El dinero fácil corrompió todo. Los partidos dejaron de ser de la gente para ser de ellos mismos”. Cuando el precio del crudo se desplomó, el castillo de naipes se vino abajo. La corrupción ya no se podía esconder. El Caracazo de 1989 fue el estallido, los golpes de 1992 la fiebre alta.
Para 1998, los partidos tradicionales eran cadáveres políticos con olor a naftalina. Ni siquiera se atrevieron a presentar candidatos. En ese vacío, en ese silencio ensordecedor, resonó la voz del teniente coronel que prometía barrerlo todo. Chávez no mató a la democracia venezolana; ocupó la casa que los partidos habían abandonado hacía años, dejando solo las paredes carcomidas por la termita del clientelismo.
Hoy, en la Republica Dominicana, se habla de un “bipartidismo acompañado”. Los nombres cambian—PLD, PRM, FP—, pero la música suena igual: la sintonía de la rotación en el poder, del reparto de prebendas, de la lealtad comprada con un puesto en el Estado. Es un eco inquietante del Puntofijismo. Un sistema que confunde estabilidad con inmovilidad, y que puede desmoronarse con la primera crisis fuerte o el primer líder carismático que sepa articular el hartazgo de los Luis dominicanos.
El pacto fáustico
Para entender a Nayib Bukele, hay que entender el miedo. No un miedo abstracto, sino uno concreto, que te toca la puerta a las seis de la tarde. En El Salvador, las pandillas no eran delincuencia; eran un poder paralelo. Decidían quién entraba y salía de tu barrio, te cobraban un “impuesto de guerra” por tu puesto de frutas, reclutaban a tu hijo a punta de pistola.
Carlos, un panadero de Soyapango, vivió con ese miedo grabado en la piel. “Tenías que estar en casa antes del anochecer. Era la ley. Mi hijo adolescente no podía salir. Vivíamos en una jaula, y los barrotes eran la mirada de los muchachos en la esquina”. La democracia, para Carlos, era sinónimo de impotencia. Los gobiernos de ARENA y el FMLN alternaban promesas de “mano dura” que solo llenaban las cárceles—escuelas del crimen— y revelaban pactos secretos con los mismos líderes pandilleros.
Bukele llegó con un discurso simple: la jaula o la libertad. Ofreció acabar con el miedo, y lo hizo. Decretó un estado de excepción y encarceló a decenas de miles. La tasa de homicidios se desplomó. Carlos hoy puede hornear pan de noche y su hijo camina por la calle. “Es como haber vuelto a nacer”, confiesa. El costo: miles de detenciones arbitrarias, torturas, la anulación del Congreso y la Corte Suprema. Carlos lo sabe, pero lo acepta. “¿Derechos humanos para quienes nos mataban? ¿Para los políticos que pactaban con ellos? Esto era una guerra, y en una guerra se gana como sea”.
El Salvador ofrece la tentación más peligrosa: la eficacia a cambio de entregarle el alma al diablo, como Fausto. En República Dominicana, aunque las cifras de homicidios bajen, la percepción de inseguridad y crímenes campa por sus respetos. El robo, el asalto, las violaciones sexuales, los feminicidios, la extorsión son una sombra familiar. Ese miedo es un capital político durmiente, esperando a un Bukele criollo que prometa canjear las libertades abstractas por la seguridad concreta de poder caminar sin temor.
La grieta donde el milagro no llega
La narrativa oficial de todos los gobiernos es un himno triunfal. Crecimiento del 5%, inversión récord, turistas visitantes sin precedentes, promesas de construcciones de monorrieles, estabilidad macroeconómica. Pero basta alejarse de los informes y perderse en la Ciénaga o en los Guandules para oír otra canción.
Es la historia de Ana, que vive con sus tres hijos en una casa de madera y zinc que se inunda con cada aguacero. El déficit de vivienda de 1.4 millones de unidades no es una estadística para ella; es el techo que gotea sobre la cama de su bebé. Es la historia de Juan, un obrero de la construcción que pierde tres horas de su día en el “tapón” de la Charles de Gaulle, pagando tres pasajes que le devoran el salario. El transporte no es un servicio; es un castigo diario, un robo de tiempo y dinero.
Es el sistema de salud que colapsa en silencio, y la educación del 4% del PIB que produce mediocridad diseñada. Escuelas donde los niños memorizan para olvidar, donde se les niegan las herramientas para pensar, para discernir, para soñar con un futuro que no sea la informalidad o la migración. Un sistema que fabrica ciudadanos dóciles, perfectos para un modelo económico de servicios baratos, pero también vulnerables al primer demagogo que les ofrezca una verdad simple en un mundo complejo.
El arte de inmovilizar a las masas
Una democracia sana respira a través de las protestas. Aquí, el sistema ha aprendido a ahogarlas. La Marcha Verde, una de las movilizaciones más grandes contra la corrupción, fue absorbida, desgastada y finalmente canalizada hacia La Plaza de la Bandera para llegar a las urnas en 2020. Se votó por el cambio, y el cambio llegó… para dejar todo esencialmente igual. Las luchas ambientales son divididas con promesas y compensaciones. La demanda por las 3_Causales chocó con el muro de cálculo político y el poder eclesiástico. El 4% se aprobó y en 12 anos la educación sigue siendo igual de mediocre o peor.
El mensaje que recibe el ciudadano es claro: movilízate, lucha, clama. Al final, la élite política negociará tus demandas, las convertirá en comisiones de estudios, en promesas de campaña, en presupuestos que no cambian nada. La lección es la futilidad. La desesperanza aprendida. Y es en ese terreno fértil donde crece la semilla del autoritarismo. Cuando surja la voz que diga “¡Basta de Congreso! ¡Basta de partidos! Yo haré lo que el pueblo quiere”, encontrará oídos receptivos. Porque la gente ha gritado antes, y solo ha recibido eco.
La generación que mira al abismo
Todo confluye en ellos: los jóvenes. Los que salieron de unas aulas que no los prepararon para un mercado laboral que solo les ofrece “chiripeos” y frustración. Los que ven la política como un reality show. Los que consumen noticias en Twitter (X), TikTok e Instagram, donde Bukele es un influencer de éxito, un dictador cool que solucionó el problema que nadie más pudo.
Para esta generación, los conceptos de separación de poderes, estado de derecho y debido proceso suenan a cháchara de viejo, el discurso de quienes construyeron un país que a ellos les toca sufrir. No son ideológicamente autoritarios; son pragmáticamente desesperados. Apoyarán a quien les devuelva una pizca de dignidad, de seguridad, de oportunidad. El precio, lo aprenderán después, será su libertad.
¡La República Dominicana no está condenada, pero está advertida! Los espejos de Argentina, Venezuela y El Salvador no mienten. Evitar el abismo no requiere de reformitas, parches y curitas, sino de un nuevo contrato social. Uno que priorice el bienestar social, el desarrollo humano sobre el crecimiento macroeconómico, que limpie las instituciones de la gangrena clientelar, y que, sobre todo, les enseñe a sus jóvenes a pensar, a criticar y a creer de nuevo en el valor de la democracia, no por su perfección, sino por ser el único sistema que garantiza que su voz, al final, pueda ser escuchada sin tener que romper todo a su paso. El abismo devuelve la mirada, pero aún hay tiempo de apartar los ojos y construir un futuro que no dependa de la oscuridad. ¡Es el Eco de Casandra y estamos advertidos!
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