A propósito de la inaudita y jocosa petición del florido Antonio Marte para que se borre del calendario el mes de diciembre, por la cantidad de pedigüeños que hay que atender en esta época, he rescatado nuestra feliz experiencia de esta fiesta. Así, de mi temprana infancia consciente, tengo bellísimos recuerdos de lo que significaba esta celebración del nacimiento del Mesías. Muchos son los signos de esta fecha que me cautivan desde entonces. Su «friíto», los clásicos merengues, las decoraciones y los arbolitos nos anunciaban su inminente arribo.
Como la mayoría de los niños de esta parte del país, me crié esperando los regalos del Niño Jesús el 25 de diciembre. Así, supe escribirle cartitas de peticiones a este, alrededor del sencillo arbolito que mis viejos colocaban en la sala de la casa. Muchas veces las acompañé de hierbas. Con extrema ilusión y avidez me levantaba tempranito para abrir los presentes que me había traído este prodigioso y divino infante.
No me olvido de la primera pelota, el guante y el bate de madera que nos dejaron. También recuerdo el carrito Camaro color amarillo pollito, de pilas y con centellas en su capota. Ahora me visualizo deslumbrado con el tanque de guerra que en otra oportunidad nos trajo. Años más tarde, llegaron los rompecabezas y la bicicleta que por fin nos obsequió. En todo momento, la absoluta inocencia me acompañaba.
Con mucho cariño viene a mi memoria la alegría que nos producen, desde mi temprana edad, los multicolores y parpadeos de las luces del arbolito. Me fascina su magia. Hoy, al contemplarlo, evoco mi niñez y vuelvo a ser feliz.
No se me olvida tampoco lo que implicaba para mis viejos esta temporada. Era la más esperada, pues las ventas en su tienda eran mayores. Yo me integraba a trabajar con ellos en estos días. Recuerdo muy bien a don Lorenzo, agresivo, persuadiendo en el frente del establecimiento a cuantos parroquianos pasaban. Hasta las 7:00 p. m. Del 24 de diciembre este negocio se mantenía abierto. Luego llegábamos a la casa y anotaba en un cuaderno añejo color mamey las ventas del día; e inmediatamente las comparaba con las de otros años y nos comentaba sus resultados. Como comerciante al fin, eran clásicos sus comentarios: «estuvo floja», «regular» o «no estuvo mal»; nunca «estuvo bien».
Después tocaba acompañarlo para ir ambos a buscar a Licey al Medio el cerdo a la puya donde don Frank. No faltaba, antes de pagar e introducirlo en el baúl del Ford Cortina blanco de su propiedad, el probarlo. Obviamente, el primero que lo hacía era mi padre, a quien le fascinaban sus «cueritos». Más tarde yo lo imitaba, como buen discípulo.
De vuelta a la casa, todos nos vestíamos bonitos; estrenábamos nuestras mejores galas. Próximo a las 10:00 p. m., la cena estaba servida. El menú solía ser el característico: el cerdo en el centro, moro de habichuelas negras, ensalada navideña (con papas, remolacha y huevos, aderezada con mayonesa) y pastelón de plátano maduro con queso. No podían faltar la telera y el casabe.
Para el postre y la sobremesa: manzanas, uvas, gomitas de colores, el ponche Crema de Oro y el Anís del Mono.
Por lo regular, teníamos parientes cercanos que nos acompañaban en la cena. Más tarde seguía el compartir en familia. La radio nos animaba con sus típicos merengues. No podía dejarse de bailar: Llegó la Navidad, con Félix del Rosario y los Magos del Rosario; Navidad sin mi madre, por el General Larguito; esta Navidad, con el Caballo Ventura; o los clásicos del Conjunto Quisqueya, entre otros.
Un ambiente de alegría y familiaridad nos invadía. Un ritual similar se repetía para la fiesta del 31 de diciembre. Próximo a las 12:00 p. m. Se terminaba el jolgorio en la casa y, cuando ya era adolescente, salía a compartir con los amigos del barrio. Por lo regular, la fiesta común era en la calle o en la casa de uno de los vecinos más «caneros» del vecindario. En ocasiones nos desplazábamos hasta el Monumento a los Héroes de la Restauración o algún otro lugar donde se celebraba alguna fiesta. Allí, de no estar invitados o no ser abierta al público, caíamos «de paracaídas».
En definitiva, en la Navidad, más que en cualquier tiempo, el espíritu de alegría, los colores y la solidaridad —en fin, la esencia del ser humano, su alma— afloran. La magia radica en saber prolongarla durante todo el año. Por todo esto, no puedo aceptar la citada intrépida y locuaz sugerencia del pintoresco «cenador». Coincido con el inmenso Dickens cuando se proponía: «Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré conservarla durante todo el año». Iguales sinceros deseos y feliz Navidad para cada uno de los que todos los miércoles nos honran al leer estos garabatos que les comparto.
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