Desde Guastini (2009) hay poco qué rebatir acerca de la existencia de un fenómeno expansivo que ha llevado la Constitución a impactar y a transformar los ordenamientos positivos, sobre la base del predominio de las normas, valores y principios constitucionales. Es como decir que la Constitución se ha convertido en especie invasora, aclimatando todos los sistemas y subsistemas a su imperio insoslayable.
En el Estado Social y Democrático de Derecho la Constitución introduce en el Derecho penal condicionamientos determinantes de su validez, lo que por demás resulta totalmente lógico visto que la materia penal asume justificación funcional y de objeto que “consiste justamente en tutelar valores e intereses con relevancia constitucional” (como lo admite Carbonell, 1998).
Pese a la claridad de la postura de Carbonell, cabe cuestionarse acerca de si la facultad punitiva puede derivarse de la Constitución, cuestionamiento sostenido en la comprobación de que si bien las constituciones prevén un derecho a castigar no lo hacen de manera explícita, lo que aclara por qué parte de la doctrina ha defendido, en síntesis, que el Estado tiene el derecho de castigar porque debe atender a su preservación institucional (Kai Ambos, 2020).
La relación entre Constitución y Derecho penal, sin embargo, puede considerarse una cuestión insuficientemente debatida, si se contempla desde la óptica de que la doctrina suele limitarse a la cita de los preceptos constitucionales referidos con mayor o menor claridad al Derecho penal. Puede generarse una perspectiva deficiente en torno a la medida real en la que la constitucionalidad impacta sobre el ordenamiento penal, en qué medida existe y, por tanto, cuán funcional resulta el Derecho penal constitucional en un sistema dado, o incluso, un paso más allá, si en tal ordenamiento existe o no, y en qué sentido, un verdadero programa penal de la Constitución como estrategia de transformación y revalorización social.
La constitucionalización supone el logro de “la materialización del derecho penal a través de la forma de Estado Constitucional de Derecho” (Mila, 2014). Pero la Constitución es, también, un proceso de consenso social que otorga prevalencia al interés general y salvaguarda bienes jurídicos, aserto que opera en la base de convicciones generalizadas desde la Ilustración, en virtud de las cuales se exigía –y se exige- al Derecho penal no establecer más penas que las estrictamente necesarias (como de hecho se hizo figurar en el artículo 8 de la Declaración francesa de derechos humanos del 26 de agosto de 1789).
Estas limitaciones del poder punitivo, y otras similares, suelen desenfocarse de ciertas precisiones, necesarias por demás. Se trata de “la cuestión más amplia y general acerca de en qué medida el Derecho constitucional influye sobre el ordenamiento penal" (como lo plantea Tiedemann, 1991), que puede situarse, como lo hace este autor, en forma de hipótesis: el Derecho constitucional influye y conforma la política criminal. La dogmática del sistema penal, por el contrario, es asunto de la doctrina y de la jurisprudencia (“Constitución y Derecho penal”, en: Revista Española de Derecho Constitucional, año 11, núm. 33, septiembre-diciembre, 1991, pp. 145-171).
Si bien Tiedemann modula esta hipótesis, aquí la retenemos porque la entendemos oportuna a la vista de la reciente aprobación de la Ley Orgánica que instituye el Código Penal dominicano, pues la aceptación expresa de principios constitucionales, como en el artículo 2 de esta ley, determina no solo la aceptación de los valores, principios y límites constitucionales por la ley referida, sino la necesidad de adecuación de sus contenidos sin olvidar, en ningún momento pero sobre todo al decidir las penas, que el respeto de la dignidad es el valor fundante del ordenamiento constitucional.
Estos principios, que limitan el ejercicio del poder penal estatal, contienen sin duda una connotación político-liberal marcada, estructurando limitaciones al ejercicio arbitrario del ius puniendi y, por esa vía, racionalizando su ejercicio.
Esto así, porque su formulación es la de reglas de máxima jerarquía, cuya prelación da sentido al cuerpo normativo penal, condicionando su validez a los imperativos constitucionales. Así las cosas, la relación entre Constitución y Derecho penal resulta mediada por los principios constitucionales (legalidad, culpabilidad, responsabilidad, etcétera), erigidos como limitaciones a las facultades de criminalización y punición estatales.
Se trata, sin duda, de principios que reúnen características diferenciadoras en su contenido como en su posicionamiento. En este sentido, se citarán dos de ellas: son de carácter primario, es decir, no están sujetos o no son dependientes de otros principios anteriores o precedentes, si bien cuentan con fundamentación jurídica y ética. Asimismo, son prioritarios, es decir mantienen relaciones de prevalencia respecto del orden penal tal como se expresa en la norma y, por tanto, legitiman o validan la norma.
La expansión constitucional determina su relación penal como limitación, contención o restricción porque pretende el logro de finalidades concretas… sin que por ello resulte válido desatender el contenido científico aportado por la dogmática penal. En otras palabras, la relación entre Derecho penal y constitucional no se consume o no se agota en la incorporación de principios y normas constitucionales, sino en la aceptación de que el Derecho penal sostiene, protege, defiende la Constitución como evidencia del acuerdo social soberano.
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