El 12 de enero de 2010, aproximadamente a las 4:00 p.m. (hora dominicana), Haití fue devastado por un terremoto que, por la cantidad de víctimas, entre muertos y heridos, figura entre los más destructivos en la historia de América. Se calcula que murieron cientos de miles de personas y más de un millón resultaron fuertemente afectadas.
Ese día, la tierra no solo se abrió bajo los pies de un pueblo entero: también se abrió una grieta en la conciencia regional, que aún hoy nos pone a pensar en la cooperación entre nuestros pueblos.
Esta tragedia llevó a los gobiernos de ambas repúblicas a retomar y fortalecer los acuerdos existentes, así como a impulsar nuevas declaraciones e intenciones de cooperación. En pocas palabras, cabe reconocer que la República Dominicana se volcó hacia Haití con ayudas de toda índole.
Fue un gesto humano, sí, pero también una siembra simbólica: donde hubo ruina, se intentó plantar esperanza.
Ya antes de esta tragedia, en septiembre de 2008, en materia de reforestación, el Secretario de Estado de Medio Ambiente y Recursos Naturales dominicano y su homólogo haitiano habían firmado la Declaración de Villa Anacaona[i], motivados por las afectaciones de la frontera por el paso de dos tormentas por el Caribe. Nos hemos referido a ella en otras ocasiones, y fue precisamente este documento el que nos motivó a escribir trabajos publicados en la desaparecida revista Piénsalo, dirigida por el difunto Juan Luis Pimentel.
Menciono esto porque Pimentel, con su visión de archivo vivo, me insistía: “Pedro, escribe. Que no se pierda tu experiencia de trabajo en la zona”. Y así, entre palabras y árboles, comenzó este compromiso que, gracias a Acento.com, comparto con los lectores.
La Declaración de Villa Anacaona, firmada el jueves 18 de septiembre de 2008 a las 11:15 a.m., en la fortaleza del Ejército Nacional de dicha comunidad, en el municipio de Restauración, establecía que los titulares de Medio Ambiente de ambas naciones se comprometían a definir acciones de gestión integrada e impulsar un proceso de cooperación medioambiental y de recursos naturales, con énfasis en la reforestación a través del Plan Nacional Quisqueya Verde, ejecutado por el Estado dominicano.
La importancia de la Declaración radica en las grandes ideas que plasmó sobre la necesidad de “profundizar las relaciones y la cooperación” e “impulsar la conciencia colectiva entre ambas naciones para organizar la sociedad desde su propia base”, como vía para garantizar la sostenibilidad de las acciones emprendidas. Además, hace referencia concreta a la creación de brigadas de reforestación binacionales (¡sic!).
Era más que un acuerdo técnico: era una semilla de entendimiento sembrada en tierra transfronteriza.
A pesar de los trámites burocráticos y la urgencia por actuar, la experiencia demostró que el éxito de cualquier iniciativa forestal radica en la alianza metodológica entre el conocimiento técnico y la participación comunitaria. La integración de herramientas sociales, como el Diagnóstico Rural Participativo (DRP) y las asambleas comunitarias para la reforestación, lejos de “perder el tiempo”, allanó el camino social para la repoblación forestal. Porque antes de plantar árboles, hay que sembrar confianza. Y antes de sembrar confianza, hay que escuchar.
La tragedia de 2010 solo reafirmó lo que ya la Declaración de Villa Anacaona había establecido: la urgencia de una cooperación binacional que, más allá de los acuerdos oficiales, debe reflejar el compromiso genuino que observamos aquel día en la frontera.
Haití de nuevo
Diecisiete años después de aquel “sembrar” transfronterizo en sabana real y “Matigué” o Mathurin, en septiembre de este año 2025, realizamos una visita de seguimiento técnico al Plan Nacional de Reforestación y Restauración de Ecosistemas Forestales en el lado dominicano, donde se lleva a cabo el Plan y proyectos agroforestales en dicha zona. De inmediato, el lado haitiano capturó nuestra atención profesional, aunque no fuera el objetivo principal de la visita.
A veces, uno sale a buscar algo que no encuentra y encuentra otras cosas que no se salió a buscar; es parte del empirismo metodológico de la antropología social de la cual no puedo escapar. Así ocurre también con los árboles que crecen en la frontera: no están en los mapas de las parcelas reforestadas a las cuales damos seguimiento, pero ahí están, creciendo entre manos que no figuran en los informes oficiales. Lo que no se busca es lo que más fácil encontramos; lo que creíamos perdido del aquel lado, simplemente está creciendo en silencio.
Tras la suspensión de las brigadas hace más de una década, existía la legítima duda de si los árboles plantados habían sucumbido a la sequía y al uso de leña en aquel lado, basándonos en nuestra experiencia previa en “Matigué” o Mathurín, donde en el primer o segundo año de la reforestación, observamos una apatía de la población, dejando animales sueltos, no vinculada al proceso. También está en un punto ciego desde la carretera por la que transitamos en este lado.
Ignorar es como no ver. Nos enfrentamos a la perspectiva escéptica de que el esfuerzo transfronterizo en ese lugar podría haberse perdido.
Pero a veces, la tierra responde en voz baja. Y hay que acercarse, agacharse, tocarla, para entender que la vida sigue ahí, aferrada.
¿Por qué suscitó mi interés el lado haitiano?
Porque en ese lado, con brigadas y sin ellas, se habían plantado posiblemente más de un millón de árboles, incluyendo las especies no forestales, gracias al trabajo continuo de organizaciones sociales no gubernamentales, sobre todo los claretianos y Cáritas-Barahona.
Además, del lado haitiano existen cerca de 440 hectáreas (7,996 tareas aproximadas), donde corre una fuente de agua temporal, conocida como la Cañada Golbert, cuenca alta del río El Penitente, temporal, como todos los ríos de la Hoya Enriquillo y el más importante del Monumento Natural La Caoba.
Como sucede en muchos sitios, siempre hay una considerable mortandad de plantas, más aún cuando se suspenden las brigadas encargadas de cuidarlas. En este caso, la brigada siguió trabajando en la zona en ese entonces, pero se trasladó de Mathurín o “Matigué” —donde se formó— a “Sabambobé” o Savanne Bombe y Palmé o Nan Pal, comunidades contiguas, según determinaron los ejecutores locales, quienes tuvieron las últimas palabras sobre el asunto.
En su momento pensamos que las plantas desaparecerían por falta de mantenimiento, problemas de suelo, sequías, quemas, tala para construcción y uso como leña, como ha venido ocurriendo en varias comunidades.
Pensamos que no crecerían. Pensamos que la alta temperatura, el uso de la biomasa de la leña y la indiferencia de muchos los vencerían. Pensamos mal.
Me cuentan que es común ver viviendas construidas con madera de los árboles plantados hace 15, 18 o 19 años.
Solo este hecho constituye una gran evidencia del éxito de la reforestación y de la cooperación entre los pueblos.
Un árbol que se convierte en sombra, en madera, en casa, en vida: eso también es memoria.
Es tal el éxito que, al regresar, revisé fotos de la zona y el cambio es evidente: ahora se ve lo que no se veía cuando tomé la foto, y la foto de ahora nos muestra los árboles que muchas veces no se perciben a simple vista.
Donde antes el horizonte era de polvo y piedra, hoy hay copas verdes que se mecen con el viento. Como dice la máxima popular: lo que está a la vista no necesita espejuelos.
No obstante, mi escepticismo me llevó a una apuesta desafiante que contaré en la próxima entrega.
[i] (https://listindiario.com/la-republica/2008/09/19/74320/ministros-de-medio-ambiente-de-rd-y-haiti-firman-ayer-una-declaracion.html ver fuente)
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