La guerra entre Rusia y Ucrania no puede entenderse como un estallido impredecible ni como un episodio aislado dentro de la geopolítica europea. Sería igualmente un error explicarla solo a partir del torrente de falsedades divulgadas por medios occidentales o de una lectura basada exclusivamente en las narrativas rusas. En realidad, lo que presenciamos es la culminación de tensiones incubadas durante décadas entre visiones antagónicas de seguridad, estrategias de dependencia económica, fracasos diplomáticos sucesivos y el drama de una guerra de desgaste que hoy desborda las causas iniciales.

Desde el colapso de la Unión Soviética, Ucrania vivió una identidad fragmentada entre quienes aspiraban a integrarse a Occidente, con fuerza en la fracción ultranacionalista que vio en esa meta una reivindicación histórica, y quienes continuaban identificando a Rusia como su referente cultural y espiritual. Moscú nunca aceptó del todo esa separación y, luego de múltiples promesas incumplidas en el período postsoviético, interpretó que la expansión de la OTAN y la Unión Europea hacia lo que considera su periferia esencial representaba una amenaza existencial, disfrazada bajo discursos de progreso, libertad y modernización. Sus líneas rojas fueron totalmente ignoradas por Occidente.

En 2014, la crisis política en Kiev derivó en un referéndum en Crimea que culminó con su incorporación a la Federación Rusa. Moscú lo presentó como un ejercicio legítimo de autodeterminación popular, mientras que Occidente lo descalificó como una anexión forzada bajo presencia militar rusa. Al desconocer la legitimidad de aquel acto, las potencias occidentales parecieron olvidar su propia tradición de “consultas populares”, plebiscitos de estatus y referendos de autodeterminación organizados o financiados con fondos públicos y respaldo diplomático de sus gobiernos en Europa del Este, África, América Latina y Asia. Queda claro que el principio de autodeterminación solo se acepta cuando conviene a los intereses geopolíticos de quienes se erigen en sus guardianes.

Desde entonces, Ucrania y sus aliados reforzaron un relato de agresión y promovieron la expansión de la OTAN hacia el este. Se firmaron los Acuerdos de Minsk con la intención aparente de estabilizar el Donbás mediante autonomía local y alto al fuego. Tales mecanismos carecieron de instrumentos eficaces y de confianza mutua. Años después, declaraciones de Angela Merkel revelaron que tales acuerdos no buscaban la paz, sino ganar tiempo para armar a Ucrania y preparar la derrota estratégica de Rusia. Esa confesión evidenció que el proceso diplomático fue una maniobra geopolítica más que un intento genuino de resolución, que nunca lo hubo.

Lo que presenciamos es la culminación de tensiones incubadas durante décadas entre visiones antagónicas de seguridad, estrategias de dependencia económica y fracasos diplomáticos sucesivos.

Existía aún una oportunidad real de evitar la tragedia. Europa y Rusia mantenían una interdependencia económica que, bien administrada, pudo haber actuado como freno natural del conflicto. Moscú suministraba gas y petróleo, mientras Europa aportaba tecnología, capital e infraestructura. Aquella simbiosis energética y comercial fortalecía a ambos y sostenía un equilibrio que hacía impensable una confrontación abierta. Pero las presiones de Estados Unidos, unidas al avance de la OTAN hacia el este, transformaron esa relación en un instrumento de coerción. Con las sanciones y otras represalias contra Rusia, los vínculos económicos se fracturaron, arrastrando consigo la posibilidad de un entendimiento duradero.

Lo que para Bruselas parecía una estrategia de contención se convirtió, en palabras de Jeffrey Sachs, en un autogolpe económico que debilitó las bases industriales europeas. Mientras Rusia respondió reorientando su comercio hacia Asia, abandonó los sistemas financieros occidentales, impulsó su autosuficiencia y modernizó su complejo militar-industrial, Europa perdió el apalancamiento que creía tener, sumió sus economías en una crisis de competitividad y dependencia energética onerosa, y optó por la rusofobia como camino del rearme y la asfixia y destrucción de Rusia como nación.

Como advirtió Brian Berletic, la interdependencia que antes daba ventaja estratégica a Europa se desintegró, dejando al continente sin influencia real sobre Moscú. El conflicto devino en una guerra de desgaste donde el control territorial dejó de ser la métrica principal: lo esencial es reponer tropas, sostener logística y mantener cohesión de mando, aspecto en el que Ucrania se muestra cada vez más débil. Según este conocido autor, las líneas ucranianas evidencian agotamiento estructural, con sectores desocupados y pérdida de control. En esas condiciones, la caída no es lineal, sino acelerada, como ocurrió en Siria cuando el equilibrio militar se desmoronó en semanas. Los datos sobre bajas son imposibles de verificar, pero el campo de batalla ofrece señales claras, como son repliegues, ataques rusos a la retaguardia y envío de refuerzos europeos a Kiev y Odesa. Si el frente colapsa, advierte Berletic, no se tratará ya de cuánto territorio conserve Ucrania, sino de cuánto decida tomar Rusia, pues nada habría para detenerla.

En este contexto, desde el Club Valdai (Sochi), Vladimir Putin insiste en que Rusia no busca destruir Occidente, sino poner fin a su hegemonía. Rechaza la etiqueta del “tigre de papel” lanzada por Donald Trump y la invierte para cuestionar la solidez de la OTAN. Su discurso también apunta al Sur Global, donde muchas naciones observan este conflicto como una prueba del doble rasero occidental ante las sanciones, la soberanía y el derecho internacional.

Europa y Estados Unidos enfrentan un dilema doble. Por un lado, no pueden permitir la derrota total de Ucrania, pero, por el otro, tampoco asumir el costo político o militar de una intervención directa. Por eso prolongan la guerra mediante apoyo armado y financiero, aunque sin horizonte estratégico claro. Cada día aumenta el riesgo de un error de cálculo que desate una escalada inesperada de proporciones inimaginables en estos momentos.

Para Washington, esta guerra se ha convertido en un espectáculo sangriento pero rentable. Ya no proporciona armas directamente a Ucrania, sino a Europa, que paga la factura a costa de su debilitamiento. Estados Unidos obtiene así un doble dividendo al fortalecer su complejo militar-industrial y al mismo tiempo debilitar la competitividad europea mediante aranceles y dependencia tecnológica. Actuando de esta forma, concentra sus esfuerzos en otra batalla global: la ilusa detención del ascenso de China.

Una salida negociada solo será viable mediante un acuerdo que combine seguridad mutua, neutralidad verificable y garantías internacionales. Ucrania no es solo un escenario de invasión ni Rusia el único culpable. Es el punto donde chocan dos proyectos de orden mundial. Uno que se aferra a una hegemonía en declive irreversible y otro que intenta afirmarse en un equilibrio multipolar. Cuando ambos comprendan que la fuerza no puede sustituir al equilibrio, tal vez esta guerra encuentre el final que seguramente todos deseamos.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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