El modelo de prepago revolucionó la industria de las telecomunicaciones y ha demostrado también ser eficaz en el sector eléctrico.
Países como Sudáfrica y varios de América del Sur han mostrado que los medidores prepagos no solo ayudan a reducir pérdidas, sino que empoderan al usuario, al permitirle controlar su consumo de energía según su capacidad de pago.
En República Dominicana, tras la modificación de la Ley General de Electricidad para tipificar como delito penal el fraude eléctrico, las distribuidoras estatales iniciaron programas de instalación de medidores prepago. Esta estrategia, combinada con la persecución del fraude, permitió una disminución lenta, pero sostenida de las pérdidas técnicas y no técnicas hasta el año 2020.
Sin embargo, hoy vemos con preocupación un retroceso evidente en la eficiencia de las distribuidoras estatales. Las tres Empresas Distribuidoras de Electricidad (EDEs) presentan niveles de pérdidas similares a las que tenía la antigua CDE antes de la capitalización. En el caso de EDEESTE, la situación es particularmente alarmante: se reportan pérdidas superiores al 60 %, cuando las tarifas han sido diseñadas bajo el supuesto de que las distribuidoras deben operar con pérdidas máximas de un 12 %.
¿Qué está pasando?
No podemos atribuir este fracaso a los usuarios. En la región este del país operan empresas eléctricas privadas que alcanzan niveles de eficiencia que superan incluso los estándares internacionales. El contraste es evidente. La misma geografía, las mismas condiciones sociales, culturales y económicas. ¿Qué explica entonces que unas empresas logren operar con eficiencia mientras otras, administradas por el Estado, acumulan déficits que deben cubrirse con subsidios millonarios?
Es evidente que algo no funciona en la gestión pública de estas distribuidoras. ¿Se trata de debilidades técnicas? ¿Deficiencias administrativas o fallas gerenciales? ¿O acaso de interferencias políticas que impiden una gestión empresarial eficiente? Estas interrogantes exigen respuestas. Por eso, urge una evaluación independiente y rigurosa del desempeño de las distribuidoras, que permita identificar con claridad las causas del problema y establecer las soluciones posibles.
Y si la experiencia ha demostrado que la operación privada puede ser exitosa, ¿por qué no considerar una expansión de ese modelo al resto del país? La capitalización de las distribuidoras no solo aliviaría la carga fiscal del Estado, que hoy debe subsidiar ineficiencias con miles de millones de pesos cada año, sino que permitiría al país beneficiarse de una red de distribución más moderna, eficiente y transparente.
Lo que está en juego no es un debate ideológico, sino el derecho de los ciudadanos a recibir un servicio eléctrico confiable, justo y asequible. Y el deber del Estado de garantizar que los recursos públicos se utilicen con responsabilidad. En lugar de continuar subsidiando las ineficiencias, el Estado debería estar recibiendo ingresos de empresas distribuidoras que operen bajo criterios empresariales, con el respaldo normativo de las instituciones públicas creadas para combatir el fraude y garantizar una gestión eficiente.
El camino ya lo conocemos. Lo recorrimos parcialmente y vimos resultados. Lo que falta es voluntad política para completarlo.
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