La misión del pensamiento y de la fe en nuestra época nos exige una reflexión seria sobre el rumbo que hemos tomado. Con dolor y lucidez debemos reconocer que hemos dejado atrás la vivencia tradicional, aquella que sostenía nuestra identidad y nos permitía caminar con firmeza. Este abandono no ha significado un verdadero progreso, sino un vacío que hoy se manifiesta en el fracaso de la postmodernidad.

La tradición no es un peso muerto ni una cadena que inmoviliza. Ella es memoria viva que transmite sentido, sabiduría y orientación. En la familia, en la comunidad de fe y en la cultura, la tradición ha sido el suelo fértil donde florece la esperanza y donde se custodian los valores que ennoblecen al hombre. Quien desprecia sus raíces se condena a la fragilidad, porque sin fundamento no hay futuro sólido.

La postmodernidad se presentó como promesa de emancipación: ofreció autonomía, diversidad y la posibilidad de construir un yo sin ataduras. Pero, en realidad, lo que ha producido es dispersión, relativismo y un individualismo que fragmenta los vínculos humanos. El hombre que se pensaba libre se descubre ahora esclavo de la soledad, de las pasiones fugaces y de un mercado que lo reduce a consumidor. Así, la postmodernidad nos prometió plenitud y nos dejó desierto interior.

No se trata de condenar todo avance ni de idealizar el pasado, sino de comprender que la tradición es la brújula que permite discernir el verdadero progreso. Una ciencia sin ética, una libertad sin verdad y una sociedad sin Dios terminan por volverse contra el hombre. La tradición, en cambio, ilumina el presente y orienta hacia el futuro, porque en ella resuena la voz de generaciones que supieron sostenerse en lo esencial: la familia, la fe, la comunidad y la trascendencia.

El desafío de nuestro tiempo no consiste en elegir entre pasado o futuro, sino en asumir con valentía aquello que, viniendo del ayer, puede sostener nuestro mañana.

Como obispo y como creyente, afirmo que redescubrir la tradición es una urgencia pastoral y humana. Solo desde ella podemos volver a aprender el valor de la familia como escuela de humanidad, de la comunidad como lugar de solidaridad y de Dios como Fundamento de la plenitud. Recuperar estas raíces no es retroceder, sino avanzar con sabiduría hacia una sociedad reconciliada con su propia verdad.

El desafío de nuestro tiempo no consiste en elegir entre pasado o futuro, sino en asumir con valentía aquello que, viniendo del ayer, puede sostener nuestro mañana. Porque sin raíces no hay frutos, y sin verdad no hay libertad. Frente al espejismo de la postmodernidad, el camino es claro: volver a la tradición viva que nos recuerda quiénes somos y hacia dónde estamos llamados a caminar.

Este redescubrimiento no es un gesto romántico, sino una tarea de justicia y de fe. Justicia hacia nuestros antepasados, que nos legaron una herencia espiritual y cultural invaluable. Fe hacia las nuevas generaciones, que merecen recibir no el vacío de la incertidumbre, sino la certeza de un horizonte lleno de sentido. Si no devolvemos a los jóvenes raíces y verdades firmes, los dejaremos a merced de un mundo que los seduce, pero no los sostiene.

Por eso, mi palabra es una exhortación: no dejemos que la postmodernidad siga despojándonos de lo más profundo de nuestra identidad. Volvamos con esperanza a la tradición que nos humaniza, a la fe que nos salva y a la sabiduría que nos guía. Solo así seremos capaces de levantar una cultura que no fracase en espejismos, sino que florezca en autenticidad y plenitud.

En definitiva, hemos dejado la vivencia tradicional y hemos fracasado en la postmodernidad. Pero no todo está perdido: todavía estamos a tiempo de volver a las raíces, de abrazar la verdad y de poner a Dios en el centro. Ese es el único camino para que el hombre de hoy, cansado de vacíos, encuentre el sentido y la paz que su corazón anhela.

Mons. Jesús Castro Marte

Sacerdote

Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Santo Domingo. Doctor. Rector de la Universidad Católica Santo Domingo. Sacerdote. Profesor a tiempo completo en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, de las asignaturas Etica, Filosofía, Historia de la Cultura, Historia Dominicana y Teología, 1996-2013. Profesor y Director Espiritual del Politécnico Cardenal Sancha, 1997-1999. Profesor del Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino, en las asignaturas, Historia de la Iglesia Universal, Historia de la Iglesia Latinoamericana e Historia de la Iglesia Dominicana, 2011-2012. Profesor de Maestría en Educación, en la Universidad Católica Santo Domingo, actual.

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