La normalización de la violencia en algunas sociedades, así como otros factores sociales relacionados con ella —como la desigualdad económica y educativa, o la exclusión de personas por motivos ideológicos, raciales o religiosos—, pueden generar en los individuos actitudes y conductas violentas.

Aunque no existe evidencia definitiva que relacione de manera directa la salud mental con la violencia —ya que la mayoría de las personas que padecen ansiedad, depresión u otros trastornos mentales no presentan conductas violentas—, sí es necesario reconocer que quienes sufren alguna afección mental tienen un riesgo mayor que la población general de manifestar comportamientos violentos. Por lo tanto, podríamos afirmar que un parámetro para evaluar el estado de la salud mental en una sociedad es observar cómo se expresan, en la población general, la tolerancia y el respeto frente a las diferencias raciales, ideológicas, religiosas y de otro tipo, puesto que tanto la tolerancia como el respeto son actitudes contrarias a la violencia.

A nivel internacional, resulta preocupante que algunos líderes mundiales modelen conductas violentas a través de sus políticas exteriores. Solo por mencionar dos casos, inquietan las posturas radicales e inflexibles que ponen en riesgo la paz mundial, como ocurre en los conflictos entre Rusia y Ucrania, y entre Israel y Palestina. En ambos escenarios se reportan muertes de civiles, incluidos niños, y se habla incluso de “genocidios atribuidos a uno de estos conflictos”. Todo esto sucede mientras la comunidad internacional sigue sin adoptar una postura unánime en contra de tan despreciables actos. Esto nos lleva a reflexionar sobre cómo lo anormal se ha vuelto normal.

Ambos conflictos reflejan que vivimos en un mundo donde las ideologías han vencido el sentido común y humanitario de muchos. Y aunque aparentemente estos sucesos ocurren lejos de nuestro continente, nos afectan, pues hoy nos concebimos como parte de una aldea global.

Sin necesidad de remontarnos demasiado en nuestra historia reciente, podemos afirmar que en América Latina existieron varias generaciones de jóvenes con ideales y valores profundamente arraigados en la justicia social y la búsqueda del bien común. Si bien en algunos de ellos pudo haber actitudes cuestionables, en su mayoría fueron —y siguen siendo— puntos de referencia.

Pensar en figuras como las hermanas Mirabal, Francisco Alberto Caamaño, Ernesto “Che” Guevara, Salvador Allende u Óscar Romero, por mencionar solo algunos, nos transporta a las décadas de 1960 a 1990, cuando los jóvenes fueron fuertemente impactados por esas ideologías y estilos de vida.

No solo en América Latina la violencia cegó la vida de muchos líderes políticos y religiosos con tendencia izquierdista; también ocurrió en sociedades democráticas y conservadoras, como Estados Unidos, con el asesinato del presidente John F. Kennedy.

En la actualidad, parece gestarse un resurgimiento de posturas radicales que exacerban la violencia en ciertas sociedades. Cuando se habla de ultraderecha o de izquierda, preocupa que tales posiciones extremas puedan afectar el sentido común y humanitario de la población general, y que surja una nueva tendencia hacia la polarización ideológica que amenace la convivencia pacífica de los individuos en el continente americano y, por ende, en nuestro país.

Cuando una ideología política o religiosa es practicada por personas intolerantes e irrespetuosas, es previsible la aparición de conductas violentas contra quienes no compartan sus posturas, lo que pone en evidencia déficits en ciertos aspectos de la salud mental colectiva. Esto se hace particularmente evidente a propósito de lo ocurrido hace unas semanas en un debate en la UASD.

¡Sobre estos temas seguiremos reflexionando!

Pedro José Vásquez

Psicólogo y educador

Pedro José Vásquez Castillo, M.A. Psicólogo clínico, profesor universitario, terapeuta familiar y de pareja. En los últimos años de ejercicio profesional se ha concentrado en PTSD, TCA y suicidios. Consulta privada en Hospiten Santo Domingo.

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