En ocasiones, la vida nos sorprende con silencios abruptos, con ausencias que llegan sin previo aviso y que, sin embargo, impactan con fuerza en el espíritu colectivo de quienes tuvimos el privilegio de conocer a seres excepcionales. De esta manera, se marchó don Julio Sánchez Maríñez, un hombre cuya presencia era tan constante, tan dedicada, tan productiva, que parecía interminable.
Para mí y para muchos, don Julio fue mucho más que un rector. Fue un referente moral e intelectual en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC), un individuo que personificó la auténtica vocación académica, no como un ejercicio de prestigio, sino como una forma radical de servicio. Fue él quien, con una combinación de amabilidad y claridad, me hizo reflexionar sobre el turismo—el sector al que he consagrado más de treinta años de trayectoria profesional— desde un enfoque que desconocía: el académico, el investigativo, el transformador.
Nunca comprendí completamente como lo consiguió, pero logró inspirar en mí, en muy poco tiempo, la inquietud por el saber más, investigar a profundidad y por la contribución a la construcción de un pensamiento nacional. Don Julio poseía esa habilidad: motivar sin imponer, inspirar sin hacer alarde, tocar vidas sin interrupciones.
Era polifacético, poseedor de una energía incansable. Siempre lo recordaré trabajando en varios proyectos al mismo tiempo y con una claridad asombrosa. Tenía el don de la ubicuidad: estaba en todas partes, escuchando, solucionando, proponiendo, enseñando y aprendiendo. Poseía una convicción incuestionable en la educación como medio para la justicia social y en los jóvenes como la promesa oculta del país que anhelaba.
Su gestión en INTEC se caracterizó por el liderazgo en la definición de una estrategia institucional que posicionara a su universidad como aliada de preferencia de los sectores productivos, la investigación enfocada en la búsqueda de soluciones a problemas reales del país y la colaboración estrecha con los líderes estudiantiles para la toma de decisiones y validación de ideas. Además, se destacó por la puesta en marcha de proyectos innovadores en el país, como “Learning Factory”, un programa educativo que involucra a los alumnos en la solución de problemas reales empresariales, y la formación STEM, fomentando las profesiones de ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas, entre los estudiantes de nivel preuniversitario.
En su perspectiva sobre educación superior, don Julio parecía alinearse con las ideas del filósofo y educador John Dewey, quien sostenía que “la educación no es preparación para la vida; la educación es la vida misma.” Esa noción —profunda y sencilla al mismo tiempo— sintetiza el motor que impulsaba cada uno de sus pasos. No entendía la academia como un lugar aislado, sino como una plataforma viva para cambiar la realidad, para educar a ciudadanos conscientes y comprometidos, para fomentar el pensamiento crítico y la acción social.
Don Julio estaba convencido de que el país necesitaba ser pensado desde el punto de vista académico: desde la evidencia, el análisis, la reflexión interdisciplinaria, y principalmente, desde la investigación enfocada en el bienestar colectivo. Su empeño en implementar iniciativas innovadoras con base académica deja una marca indeleble en la historia de la educación dominicana.
Su legado no sólo se refleja en las contribuciones que hizo durante su administración académica, sino también en los corazones y conciencias que impactó. En cada profesional que, como yo, fue empujado a explorar más allá de lo evidente.
Hoy, al tributarle, no puedo evitar pensar en la necesidad de más voces como la suya. Más líderes que comprendan que la educación no es un gasto, sino una inversión de larga duración. Que las aulas son más poderosas que las armas, y que el saber compartido es el único legado verdaderamente transformador.
Con este humilde tributo, invito a nuestros líderes —y particularmente a nuestros políticos— a dar prioridad a la educación como eje estratégico del progreso nacional. No desde la retórica oportuna, sino desde la dedicación palpable, duradera y estructural, ya que únicamente con más entidades como INTEC, y con más personas como don Julio, podremos aspirar a un país que se desarrolle con justicia, equidad, y visión.
Gracias, don Julio, por su ejemplo, por su incansable entrega. Que su legado nos despierte del letargo y nos motive a seguir sembrando esperanza en forma de conocimiento.
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