Orlando Minicucci, fotografía de Miguel D. Mena

Tiene una pinta entre Peter Crouch y Lawrence Olivier en las últimas. Camina con toda la majestad de los lores escoceses, porque ya estaremos jartos de los ingleses. Tiene una sonrisa angelical, que se la pondría difícil a Raphael Sanzio y hasta a Vivaldi para traducirlo a sus espacios: su dulzura es antinatura.

Orlando Minicucci desciende de cientos de troncos históricos dominicanos, desde Santiago, Puerto Plata y Santo Domingo. Desde Pedro Morell de Santa Cruz, el célebre obispo al que se le debe la calle Obispo en la Habana, hasta humildes campesinos italianos, todo ese fiord de sangre corre por sus venas y por sus palabras y cuídese si usted no tiene tiempo suficiente para enterarse de otras exquisiteces.

En mis paseos sabatinos obligatoriamente condianos, he desarrollado la extraña costumbre de toparme por casualidad con Orlando. Los dos tenemos objetivos claros: hay que buscarle comida a los gatos. Los suyos, más finos y ñoños, se irán siempre por Whiskas y cosa parecida, que tampoco hay que hurgar en la bolsa de compra de los amigos. Yo me voy por el lado más chopo: le compro sardinas, a 27 o 29 pesos, que espero la guerra con Ucrania y el tema de los inmigrantes donde sea no sea motivo para que el Nacional las suba.

Artista visual de primer orden, ganador de la histórica Bienal de Bellas Artes en el 1973, decir Orlando Minicucci es algo así como hacer tronar las trompetas de Jericó para que caigan todos los muros imaginables.

Artista, astrólogo, sibarita, fanático del cocido que venden frente a la Logia Cuna de América los sábados, jardinero, profeta, sobre las profesiones de Orlando se podría tejer un larguísimo rosario.

Innovador como pocos, ha puesto a circular un novedosísimo sombrero de paja que bien parece la cúpula del Reichstag: con ventilación natural, con una redondez hecha a compás, demostrando así que no sólo la tierra era redonda sino la cabeza del mismo Orlando, estamos ante un encantador de serpientes. Si bien no ha dado tantos abrazos en su vida como Freddy Ginebra, los de Orlando contienen un nivel energético que supera todas las expectativas: producen paz, gozo, sí, porque “yo siento gozo en mi alma como ríos de aguas vivas, ¡viva!”.

El orden sabatino de Minicucci es simple: se compone de tres estaciones, como las procesiones de Semana Santa, antes de llegar a su destino, la góndola donde aparece la comida gatuna.

Orlando sale de su casa-museo-jardín en las Mercedes, y a diferencia mía, nunca se devuelve, porque él tiene todas las tuercas en su lugar. Orlando sigue por su calle, se detiene en la iglesia de las Mercedes, chequea cuál ha sido el mensaje divino del día, y sigue para el ventorrillo donde elaborarán, dos horas más tarde, el cocido de marras. Ahí es fácil abordarlos. Ahí es cuando sus abrazos son los mejores del día. Ahí Orlando te suelta su cuenta de los astros y los temas pendientes de tu vida según los anillos de Saturno.

El barcito francés en el Conde es la siguiente estación. Luego de un café con leche y medio croissant -la otra mitad se lo lleva, como buen ex boys scout, para el almuerzo-, Orlando se dispone a ponerse sus lentes de John Lennon. Ahí los temas serán distintos: que si está abueleando vía wasá, con su hermoso nieto madrileño, a Myriam gracias, que si su infancia santiaguera del despelote, que si Rey Emilio y Johnny Bonelly, que si ha utilizado el importantísimo concepto de “ei pipo”, entre otras saudades.

Tan pausado como vino, como un monje tibetano, Orlando se dispone a lanzarse a la expedición final, porque tampoco hay que exagerar: sus gatos lo esperan, como sus amigas y amigos que lo quieren sino es que lo adoran. ¡Miau por Orlando!

Miguel D. Mena

Urbanista

Editor, docente universitario y urbanista

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