Desde hace ya alrededor de diez años, dejé de ser una persona activa en las redes sociales. Eso no impide que, por alguna vía, me entere sobre lo que ocurre en ellas, en particular de hechos que son relevantes socialmente.

Uno de estos hechos, muy popular en esos medios, consiste en el constante escarnio al que son sometidas personas de origen dominicano en Estados Unidos, cuando, a pesar de innegables fenotipos raciales de tipo negroide, afirman: “No soy negro, soy dominicano”.

Frente a este hecho, podemos adivinar las diferentes reacciones de dominicanos en el país y Estados Unidos. Una de ellas, probablemente la más recurrente, consiste en rechazarla airadamente ante lo que se percibe como mofa o burla; otra

La acepta como crítica válida; mientras otra, sin aceptar ni justificar, intenta explicarla.

En ese sentido, y es lo más llamativo, los dominicanos que viven en Estados Unidos parecen apropiarse, más que muchos afroamericanos, de lo esencial del discurso “Yo tengo un sueño”, del más grande norteamericano del siglo XX, Martin Luther King Jr., cuando expresa su aspiración de que algún día la condición racial sea irrelevante.

No es necesario profundizar mucho para develar la matriz ideológica de cada una de las dos primeras reacciones.

La primera reacción tiene su raíz en algunos de nuestros intelectuales e historiadores que, todavía en el presente, conciben nuestra identidad nacional asociada a lo europeo, no solo en lo cultural, sino también en lo racial.

En la bibliografía y la hemerografía dominicanas pueden ser encontrados textos que evidencian cómo intelectuales que influyen en las políticas culturales, y hasta demográficas, del país tratan de velar la presencia negra en nuestra identidad, cuando no es que lo asocian a una suerte de sentimiento de inferioridad y pesimismo sobre nuestra inviabilidad como nación y nuestros déficits civilizatorios.

La segunda reacción es resultado de la influencia que han ejercido intelectuales, principalmente sociólogos, antropólogos e historiadores, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, desde centros académicos y de investigación como la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) y el Centro Bonó, como parte de corrientes de pensamiento originadas por la influencia de movimientos anticoloniales en África, Asia y Latinoamérica y del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos.

La tercera reacción frente al enunciado “no soy negro, soy dominicano” intenta evitar la polarización, muy propia de estos tiempos, que impide llegar a posturas reconocedoras de que no se posee completamente la verdad, que “mi verdad” es relativa como lo es la de mi interlocutor, que estas cambian históricamente y que lo que hoy cuenta con la aprobación de la mayoría, puede mañana ser rechazado.

Esas “verdades” pueden también hacer referencia a situaciones específicas, no teniendo pretensiones absolutas. Este supuesto, me parece, es el que subyace cuando el dominicano residente en Estados Unidos declara “no soy negro, soy dominicano”.

Ya algunos de nuestros más lúcidos historiadores e intelectuales han mostrado y logrado establecer un cierto consenso en el sentido de que el rasgo racial que históricamente ha definido la identidad dominicana ha sido la mezcla racial, principalmente lo que podría denominarse como proceso de “mulatización” (mezcla del blanco español y el negro procedente de la costa del África Occidental). En efecto, esta percepción ha sido asumida por la mayor parte de la población dominicana.

En cambio, en Estados Unidos, la mezcla racial fue, y todavía hoy es, mucho menos significativa que en la República Dominicana. Eso influyó en que la población blanca de ese país no reconociera condición diferente en las personas fruto de apareamientos interraciales con relación a la población negra y que ellas mismas se asumieran como tal.

Además, cuando el dominicano residente en Estados Unidos declara no ser negro, sino dominicano, no está negando su condición racial; más bien está rechazando que se reduzca su identidad a su condición racial, prefiriendo que sean elementos culturales los que lo definan.

En ese sentido, y es lo más llamativo, los dominicanos que viven en Estados Unidos parecen apropiarse, más que muchos afroamericanos, de lo esencial del discurso “Yo tengo un sueño”, del más grande norteamericano del siglo XX, Martin Luther King Jr., cuando expresa su aspiración de que algún día la condición racial sea irrelevante.

Félix Reyes

Antropólogo y consultor social

Antropólogo, graduado en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con estudios inconclusos de Filosofía en el Seminario Santo Tomás de Aquino. He trabajado en gestión de proyectos educativos y en consultas e investigaciones sociales, económicas y culturales que han servido para la elaboración de líneas base de numerosos proyectos de desarrollo.

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