Dicen que la maravilla sucede en un instante, pero todos estamos conscientes de que con la desgracia ocurre lo mismo. Ese sábado 18 de noviembre amaneció brillante; el sol entraba por las ventanas. Meteorología anunció lluvias; sin embargo, no había caído una sola gota de agua. Al ver el día tan iluminado, me vestí con ropa de caminar y me dirigí al parque Mirador Sur a realizar mi acostumbrada caminata. Salí reconfortada. El día continuaba iluminado por un sol resplandeciente.

Aproveché el clima y entré al supermercado para quedarme el fin de semana tranquila en casa. Eché al carro café, pan, queso, vino… Seguí rodando el carro hasta deslizar la tarjeta frente al apenado rostro de la mal pagada cajera, que cada día nos cobra más costo por menos artículos. Salí del supermercado y observé que el día continuaba brillante. Llegué al apartamento, donde vivía con mi hija primogénita. Entré a la cocina y organicé los artículos en la despensa. Luego me trasladé a mi habitación y me preparé para darme un refrescante baño.

Mi hija estaba concentrada, sentada frente a su escritorio; trabajaba en la misma labor desde hacía varios años, apoyando a personas que viven en condiciones infrahumanas con el objetivo de suplir deficiencias del Estado. Un objetivo loable, pero tan optimista como inalcanzable. Mientras me duchaba, escuché que la lluvia comenzaba a caer con ese sonido acariciador y esa romántica imagen que nos provoca. Salí más relajada del baño, me vestí y entré a la cocina a prepararme un café. Subió en segundos, colmando con su aroma un ambiente que, junto al sonido de la lluvia, envolvía el momento de encanto.

Las camas, los muebles, todo se sumergía en un agua oscura y espesa. Tratábamos de abrir la puerta para salir y el agua nos empujaba con violencia hacia dentro.

Me senté a tomármelo en el sofá de la sala que daba a la galería y desde donde observaba cómo las gruesas gotas de agua formaban círculos transparentes sobre las hojas verdes del jardín. El agua en ese momento caía con más intensidad. Terminé de tomarme el café y me acomodé para comenzar a leer la novela Vida verdadera en el Caribe de la autora Aurora Arias, que acababa de salir. Llevaba más de una hora disfrutando la lectura de la novela y el agua seguía cayendo con más fuerza. De pronto sonó mi teléfono, marqué el libro para no perderme en la lectura y tomé la llamada.

Era un amigo con una necesidad que por ahora resulta extraña, conversar; nos saludamos. Le pregunté si por su casa el agua estaba cayendo con tanta intensidad, y le comenté que por la mía llovía a cántaros y que llevaba mucho tiempo sin parar. Me contestó: —Sí, llueve mucho, pero lo que me extraña es que no he escuchado ni he leído sobre ninguna alerta oficial que corresponda con tanta agua, porque llovió durante toda la semana y el suelo puede estar saturado. Mientras conversábamos, la lluvia seguía arreciando. Le dije: Esto me recuerda el cuento Dos pesos de agua de Juan Bosch. Y le comenté cómo viví las penurias de esa mujer con el dilema del agua.

Él me comentó sobre el cuento El río y su enemigo, del mismo autor, de cómo aquel hombre se lanzó con un machete sobre un enemigo tan poderoso y que ese cuento le gustaba tanto o más que Dos pesos de agua. El agua continuaba sin cesar y nosotros seguíamos conversando. En un momento me paré en la galería y alcancé a ver la calle convertida en un río. El agua subió hasta el estacionamiento. Pero me tranquilizó el hecho de que mi apartamento, a pesar de estar ubicado en un primer piso, quedaba como a unos 50 metros alejado de la calle y sobre una altura similar a un segundo piso. Me acomodé de nuevo en el sofá y continué con el hilo de la conversación. De pronto vi que, como si fueran vivas serpientes, el agua comenzó a entrar por la galería. Le dije alarmada a mi amigo: —¡El agua está entrando por la galería! —Él me contestó con tranquilidad: —Es normal, ha llovido mucho. Le dije: —No, no es normal, está entrando con fuerza. —Oh, Dios mío, se entra a la casa. —Oh, no, me digas. —Sí, por favor, llama a los bomberos, por favor… Cerré el teléfono de golpe y exclamé: —Auxilio —auxilio —auxilio…

Un objetivo loable, pero tan optimista como inalcanzable. Mientras me duchaba, escuché que la lluvia comenzaba a caer con ese sonido acariciador y esa romántica imagen que nos provoca.

El agua entraba en segundos con decisión, como un río buscando su cauce. Estaba turbada, no sabía qué hacer; llamé a mi hija: corre, corre, saca tu computadora, tu pasaporte y la guitarra de tu hermana… Yo buscaba mi computadora, libros, pasaporte… No sé por qué pensé en pasaportes como si fuéramos a tomar un avión, como si alguien volara a rescatarnos. Marqué el teléfono de una de mis hermanas y le dije: Por favor, llama a los bomberos, todo está nadando en nuestro apartamento.

Mi hija en un momento se paralizó, pero enseguida reaccionó con fuerza; creo que pensó hasta en abofetearme para que yo saliera del estado de shock. De pronto el agua había perdido su sonido acariciador, su encantamiento. Continuaba pidiendo auxilio bajo un viento ensordecedor. El agua seguía entrando, la oscuridad se agudizaba, el sonido era odioso, el olor nauseabundo. Decenas de libros flotaban, ropas, cables eléctricos… Las camas, los muebles, todo se sumergía en un agua oscura y espesa. Tratábamos de abrir la puerta para salir y el agua nos empujaba con violencia hacia dentro. Pedí auxilio en el grupo de vecinos. Un vecino venezolano bajó y se introdujo al mar que se formó en la entrada y nos tocó la puerta; se ofreció a ayudarnos. Le dije: —No podemos abrir la puerta, el agua nos llega a la cintura. —Él insistió: —Pues tienen que salir. Nos ayudó a sujetarla y aprovechamos para salir. Otra vecina nos albergó por esa noche. Desde la ventana del tercer piso que nos refugió, nos dimos cuenta de que los vehículos estaban cubiertos por el agua. Solo escuchábamos el sonido aborrecible de las sirenas.

Cuando vimos la luz aún gris del amanecer bajo un frágil cordel de ropa que colgaba encima de la cama que nos acogió, despertamos ante la pesadilla. El apartamento quedó inhabitable. El novio de mi hija y una amiga nos albergaron por varios días. Nunca supe si el país tenía bomberos o cualquier tipo de protección ciudadana, pero sí me enteré de que la muerte andaba en el aire y de que se le alcanzó a ver cómo volaba con unos cuantos muertos en su lomo.

Moraima Veras

Moraima Veras, nativa de Altamira, Puerto Plata, República Dominicana. Doctora en Derecho por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Con especialidades en Derecho Público y en Gestión para el Desarrollo, a través de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM). Larga experiencia en el ejercicio del derecho. Con experiencia en reforma del Estado y en trabajos comunitarios con financiamiento internacional. Práctica de investigación comparando realidades político-locales nacionales e internacionales. Amante de la literatura con varios escritos inéditos. En el año 2022 publica Lía en Granada (novela corta). Instagram: @moraimaveras / @liaengranada Facebook: Isabel Veras

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