La política contemporánea ha encontrado un nuevo fetiche: La edad. Se ha instaurado la sutil idea de que la juventud, por sí sola, es sinónimo de virtud, renovación y pureza en convicción. Como si la fecha de nacimiento bastara para garantizar inteligencia, carácter y sentido de Estado. Y en ese espejismo, el marketing ha hecho su trabajo: Convertir la juventud en una mercancía, un producto vendible, una etiqueta capaz de desplazar cualquier discusión seria sobre capacidad, preparación o trayectoria.
El desgaste natural de la clase política tradicional podría crear la necesidad de buscar esperanza en algún que otro elemento que refleje cambio. Su autor intelectual, el marketing, nos conduce como sociedad al riesgo de abrazar lo “nuevo” sin previo a hacernos una pregunta esencial: ¿nuevo qué? ¿Nuevas propuestas o simplemente nuevos rostros? ¿Nuevas ideas o solo una estética más digerible para tiempos de impaciencia colectiva?
El problema no es la juventud que aporta energía, visión fresca y una lectura más afinada del momento cultural, sino el error de confundir edad con competencia. La vida misma dicta trayectorias: unos ya han demostrado sus valores y antivalores; otros, en edades más tempranas, están todavía en proceso de mostrar de qué están hechos. En República Dominicana, por ejemplo, vemos jóvenes que aportan con seriedad y ya proyectan capacidad para ocupar las posiciones más altas del Estado. Pero junto a ellos también se cuelan muchos ¨bloff¨: figuras ruidosas, de promesas fáciles, que al llegar al poder se convierten en un riesgo para la institucionalidad y el país.
El error de asumir que todo joven es automáticamente valioso por su juventud termina deformando la mirada democrática y creando una ilusión peligrosa: la idea de que gobernar depende de la frescura y no de la competencia técnica, el carácter moral y la solidez de criterio.
Frente a esto surge un dilema evidente: Abrazar lo que dicte el marketing, que simplifica la política al eslogan de la edad, o construir una postura que combine lo mejor del pasado con lo mejor del presente. Lo primero es rápido, tentador y emocional, pero sin garantía de éxito; lo segundo exige carácter, discernimiento y la valentía de apostar por la mezcla correcta del bien, incluso aceptando que en toda generación siempre se colarán sombras.
Para mirar hacia adelante se requiere un ojo clínico en el presente. No todo joven carga un “divino tesoro”, ni todo viejo es rancio o desfasado; la política no puede reducirse a una caricatura generacional. Lo que realmente importa es identificar a esos eternos aprendices sin importar la edad, aquellos que llevan en sus mochilas los valores, la capacidad y el carácter necesarios para aportar bienestar al colectivo.
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