A mi nieta Sahar (11 años).
Mi nieta mayor, con la seriedad con que solo los niños saben interrogar al mundo, me pidió una mañana algo que ningún filósofo ha respondido del todo: “Abuelo, ¿cómo sé que me hablas verdad? Debe haber algo más allá de lo que me dices o me muestras.”
Esa pregunta —tan simple y tan devastadora— abrió en mí un abismo. No preguntaba solo por hechos; preguntaba por la confiabilidad del mundo, por la fragilidad del lenguaje, por la opacidad de nuestras propias convicciones. Preguntaba, en suma, por la verdad en tiempos donde la verdad se ha vuelto un animal cercado.
Vivimos en una época donde los datos abundan, pero la claridad se evapora; donde la información explota, pero la comprensión se encoge. La posverdad no es la muerte de los hechos, sino la pérdida del prestigio de la verdad como horizonte común y allí, en medio de esa niebla, la pregunta de mi nieta se vuelve urgente: ¿hay algo más allá de lo verdadero?
La verdad ya no basta
Durante siglos, la verdad fue entendida como correspondencia con la realidad; así, si el mundo es azul y yo digo “es azul”, digo la verdad. Pero hoy descubrimos que el mundo no se deja capturar tan fácilmente.
La neurociencia muestra que percibimos seleccionando, interpretando, editando; la psicología revela que recordamos reescribiendo y la filosofía advierte que nuestras categorías, tan precisas y ordenadas, siempre dejan fuera algo esencial.
Ni una cosa ni la otra; la búsqueda de la verdad exige hoy una honestidad más profunda que se expresa al aceptar que toda verdad razonable es siempre parcial, aproximada, perfectible y que lo que nos salva no es la certeza absoluta, sino la lealtad a la realidad y a los otros.
Lo que llamamos “verdad” es, muchas veces, una instalación parcial en una realidad desbordante.
Aun así… no podemos renunciar a ella.
Lo que sabemos es menos de lo que creemos
Carlos Vaz Ferreira lo dijo con su lucidez habitual, afirmando que la realidad es continua, compleja y resistente a las simplificaciones; nuestras teorías son apenas instrumentos para navegarla, no espejos que la copian.
La neurociencia contemporánea coincide al señalarnos que nuestros cerebros no buscan la verdad pura, sino la supervivencia, la eficiencia, la coherencia narrativa. No vemos el mundo tal cual es, solo vemos el mundo tal como necesitamos verlo para no desorientarnos.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos resignamos?
¿Decimos que todo es relato, o que solo la ciencia tiene la última palabra? ¿Nos refugiamos en cinismos cómodos o fanatismos tranquilos?
Ni una cosa ni la otra; la búsqueda de la verdad exige hoy una honestidad más profunda que se expresa al aceptar que toda verdad razonable es siempre parcial, aproximada, perfectible y que lo que nos salva no es la certeza absoluta, sino la lealtad a la realidad y a los otros.
La verdad como vínculo
Porque al final la verdad también es un acto moral, una forma de relación. Mi nieta, sin saberlo, me estaba diciendo:
“No quiero solo tus datos; quiero tu fidelidad. Quiero saber que no me vas a engañar —ni siquiera sin querer—. Quiero que seas alguien en quien pueda confiar.”
La verdad, en este sentido, no es una propiedad de las frases, sino una forma de vida: La capacidad de decir “no sé”; la valentía de corregirme; la humildad de escuchar; la coherencia de vivir lo que digo.
Verdad es también no usar el conocimiento para dominar, sino para acompañar. No ocultar los datos para ganar una discusión, no manipular emociones para sostener una narrativa, no traicionar la confianza de quien nos escucha.
Más allá de la verdad
Lo más hondo tal vez sea que la verdad es necesaria, pero insuficiente; que los hechos importan, pero no alcanzan, y que la precisión es vital, pero no basta.
Para que la verdad ilumine, debe acompañarse de claridad, responsabilidad y ternura. De nada sirve explicar el universo si no cuidamos a la persona que tenemos frente a nosotros. Es inútil tener razón si al hacerlo lastimamos, humillamos o confundimos.
El “más allá de la verdad” del que hablaba mi nieta no es relativismo, es exigencia. Es pedir que la verdad venga con humanidad.
Esa pregunta —tan simple y tan devastadora— abrió en mí un abismo. No preguntaba solo por hechos; preguntaba por la confiabilidad del mundo, por la fragilidad del lenguaje, por la opacidad de nuestras propias convicciones. Preguntaba, en suma, por la verdad en tiempos donde la verdad se ha vuelto un animal cercado.
Tal vez esa sea la única respuesta verdadera que puedo darle: que “no siempre sabré todo, pero siempre te diré lo que sé con honestidad; y cuando no sepa, te lo diré también; nunca te engañaré, y si me equivoco, te lo confesaré. Más allá de la verdad, está la confianza que intento construir contigo.”
En tiempos donde la verdad parece frágil, donde las palabras se desgastan, donde los datos compiten con los gritos, la pregunta de un niño puede hacernos recordar lo esencial: que la verdad no es un punto final, sino un camino compartido.
Solo quienes caminan con otros —con cuidado, con lucidez, con humildad— pueden ir, de verdad, más allá de la verdad.
Compartir esta nota
