La manera en que concebimos la racionalidad ha marcado profundamente los discursos sobre instituciones y políticas públicas en Occidente. Durante décadas, la teoría de la elección racional ha constituido un paradigma dominante, y todavía hoy sus presupuestos aparecen en los enfoques sobre políticas sociales y desarrollo.

Este tema no es académico: quienes piden recortar impuestos y critican los programas sociales suponen que “lo racional” es el cálculo individual de eficiencia. Mi tesis va en sentido contrario: en democracia, los impuestos y el gasto social no solo mejoran vidas, también sostienen la equidad como principio de legitimidad y como límite al poder desmedido que algunos pueden ejercer sobre otros. Sin esa base, las normas pierden aceptación y la convivencia se resiente[1].

El legado de la teoría de la elección racional

La teoría de la elección racional nació como un marco analítico para comprender cómo los individuos toman decisiones estratégicas. Desde esa perspectiva, aportó modelos valiosos para explicar dilemas de acción colectiva, incentivos y coordinación, y sirvió de base a teorías posteriores en economía, ciencia política y sociología. Sin embargo, su versión normativa más difundida —la que tradujo el cálculo individual en programa político— colonizó múltiples programas de reformas políticas en todo el mundo con la idea de que el mercado debía ser el árbitro último de la racionalidad social. De allí se derivaron políticas como la privatización de servicios básicos, los esquemas de pensiones individualizadas o los sistemas de vouchers educativos: intentos de mejorar eficiencia que terminaron reforzando la segmentación y subordinando el bienestar colectivo a la ganancia individual.

La versión clásica de la teoría de la elección racional ha sido actualizada con aportes como la racionalidad limitada, el institucionalismo y la economía del comportamiento. Herbert Simon introdujo la noción de racionalidad limitada, mostrando que las personas no maximizan utilidades con información perfecta, sino que “satisfacen” bajo condiciones de restricción cognitiva y contextual. Elinor Ostrom, a su vez, documentó cómo comunidades locales podían gestionar bienes comunes mediante arreglos cooperativos, contradiciendo la premisa de que la única solución era privatizar o centralizar. Ambos desplazaron el foco hacia instituciones, reglas y contextos, ampliando la comprensión de la acción más allá del individuo maximizador.

Sin equidad, las normas pierden aceptación y la convivencia se resiente.

No obstante, estas revisiones se mantuvieron en gran medida dentro de la gramática de la elección racional. Son aportes de enorme valor, pero no constituyen todavía un salto hacia un enfoque que reconozca la pluralidad de racionalidades sociales y sus condiciones históricas.

Este legado se prolonga en discursos recientes, como la idea de la abundancia promovida desde Silicon Valley. Bajo esta visión, la tecnología y la innovación serían suficientes para resolver los grandes problemas globales (pobreza, cambio climático, desigualdad). Al igual que en la elección racional, aquí se presume una racionalidad universal orientada al crecimiento y la eficiencia, invisibilizando la pluralidad de racionalidades sociales, científicas, políticas y culturales que también operan sobre esos problemas, y reduce la complejidad a un único horizonte de optimización.

Los límites conceptuales de la racionalidad individual

Kenneth Arrow, en su célebre teorema de la imposibilidad, demostró que, bajo condiciones mínimas, no existe un procedimiento capaz de transformar preferencias individuales en una decisión colectiva plenamente racional sin incurrir en paradojas o pérdidas de coherencia. Este hallazgo cuestiona la idea de una racionalidad universal aplicable a todos los niveles y confirma que lo colectivo no es una simple suma de lo individual. Sin embargo, el enfoque de Arrow solo rasca la superficie del problema.

En una línea distinta, Michel Foucault mostró que las racionalidades no son simplemente atributos del cálculo individual, sino configuraciones históricas que establecen qué cuenta como verdadero, normal o legítimo en una época dada. Sus nociones de “regímenes de verdad” y de “gubernamentalidad” muestran que lo racional no es neutro: es una práctica de poder que organiza jerarquías y exclusiones. Desde este punto de vista, el reduccionismo de la elección racional ignora que toda racionalidad es contingente e histórica.

Desde el enfoque de sistemas, podemos integrar estas críticas y ampliarlas. Entendiendo la racionalidad como organización histórica y social de significados que jerarquiza y articula ideas dentro de un sistema; cada sistema despliega su propia racionalidad coherente con su lógica interna, sin una meta-racionalidad que las unifique. Como las personas participan simultáneamente en múltiples sistemas (jurídico, económico, político, científico, moral), están sujetas a racionalidades diversas según sus roles y contextos. La racionalidad, entonces, no es un atributo sustancial, sino una condición relacional y situada que organiza el sentido de la acción y del pensamiento en contextos plurales[2].

Privatizar servicios básicos en nombre de la eficiencia ha reforzado la segmentación y subordinado el bienestar colectivo.

No son las personas, como tales, las que “son racionales”, sino sus acciones en la medida en que se ajustan —o no— a la racionalidad de un sistema concreto. La persona, como autoobservador, puede desplegar una racionalidad en la autoobservación; en ese caso, racionaliza ex post la lógica de sus acciones a la luz de la racionalidad activada.

Cuando situamos la observación en el nivel de un sistema social —ciencia o política, por ejemplo—, hablamos de mecanismos y procesos de organización que institucionalizan la observación de segundo orden (revisión por pares, comités, auditorías, parlamentos, cortes). En este nivel, sí es posible construir un tipo de “meta-racionalidad situada y contingente”, es decir, análisis que integran criterios plurales para fines concretos (no se trata de una meta-racionalidad real, sino de una operación situada que funciona como si lo fuera). Además, una práctica puede considerarse más racional en la medida en que mantiene abierta la posibilidad reflexiva de revisar críticamente sus propias premisas, reconociendo así la contingencia de toda racionalidad.

Esta concepción explica fenómenos que la teoría de la elección racional no logra abordar, como la coexistencia de criterios de acción inconmensurables en una misma decisión política o el hecho de que los sujetos actúen simultáneamente bajo distintas racionalidades según su rol.

Implicaciones para las políticas públicas

Desde este punto de vista, el diseño de políticas públicas no consiste en sumar cálculos individuales, sino en institucionalizar criterios plurales —económicos, jurídicos, científicos, ambientales y morales— que orienten las decisiones colectivas. Esta concepción cambia lo que consideramos “racional” en política pública: no se trata de optimizar las decisiones individuales, sino de diseñar mecanismos que integren criterios plurales bajo mínimos no negociables, como los derechos.

El caso de la sanidad en la República Dominicana muestra por qué este desplazamiento importa. Normativamente, la salud es un derecho y un servicio de acceso universal, pero en la práctica nuestro sistema de salud es una mezcla segmentada de ofertas privadas y públicas —esta última con frecuencia abandonada, ineficiente y fragmentada— que termina produciendo gran inequidad en el acceso a una salud de calidad. Tratar la salud solo como “servicio” y centrar una visión “hospitalocéntrica” produce resultados subóptimos frente a un sistema universal, público y gratuito en el punto de atención, articulado con otras políticas públicas como vivienda, educación, trabajo y transporte. La salud tiene fuertes determinantes sociales, que son a menudo más importantes que los individuales, como los genéticos; por ello no se trata de esperar que las personas se enfermen para curarlas, sino de organizar formas de vida más saludables, integrando racionalidades y saberes plurales bajo el principio de equidad.

Ese encuadre enfrenta una restricción material clara. Recaudamos poco (presión tributaria de 14.3% del PIB en 2023, muy por debajo de la región) y gastamos socialmente por debajo de nuestros pares (8.7% del PIB en 2024, frente a un promedio regional cercano al 11.5%). A la vez, SENASA, la ARS pública, cubre ya unos 7.6 millones de personas (casi tres cuartas partes del país), pero no existe una oferta pública que garantice la integralidad de la atención. La combinación de baja recaudación fiscal, alto compromiso de cobertura y brechas distributivas genera un desajuste: la demanda y los costos crecen más rápido que los ingresos disponibles, y la segmentación privada no lo corrige, sino que lo amplifica. El reciente escándalo en SENASA —con hallazgos de irregularidades y una investigación penal en curso— refuerza la tesis: cobertura sin gobernanza degrada la salud como derecho. No basta con afiliar; hace falta una provisión mixta del servicio con pagador público fuerte, articulada con otras políticas para abordar los determinantes sociales de la salud y garantizar bienestar universal.

El caso de la sanidad en la República Dominicana muestra por qué este desplazamiento importa.

De aquí se desprende una cierta arquitectura institucional: incentivos que premien la prevención y la atención primaria territorial; límites a las dinámicas excluyentes del mercado (segmentación, selección de riesgos); equidad y calidad garantizadas mediante estándares comunes y supervisión efectiva; universalidad en el punto de atención; y coordinación intersectorial con evaluación pública de resultados. Se trata de alinear cobertura, fuentes de ingreso y resultados: la eficiencia debe operar dentro de un marco que provea ingresos suficientes y proteja mínimos no negociables. En ese contexto, el sistema fiscal está llamado a funcionar como infraestructura de la equidad: recauda según la capacidad, mutualiza los riesgos y ayuda a corregir las fallas del mercado para que nuestras reglas comunes sean válidas y aceptables.

Racionalidad y deliberación democrática

La cuestión es que las acciones y operaciones institucionales son racionales o no según los criterios con que se los mida. Luhmann argumenta que todos los sistemas funcionales modernos ubican su operación característica en el nivel de la observación de segundo orden, es decir, en el nivel de la reflexión sobre cómo operan y observan otros sistemas. Esta dimensión reflexiva abre el puente hacia la deliberación democrática, mediante la cual, desde el sistema político, pueden construirse espacios para articular racionalidades diversas.

Entendida así, la deliberación democrática no busca una verdad última ni una racionalidad universal, sino producir racionalidades comunes que articulen criterios científicos, jurídicos, económicos, morales, etc. Su calidad depende de la apertura, la pluralidad y la revisión: cuanto más explícitas sean las reglas de integración y los mínimos no negociables (por ejemplo, derechos), más robusta será la decisión colectiva.

Aplicado a las instituciones y las políticas públicas, este enfoque abre la posibilidad de una democracia deliberativa que organiza colectivamente el sentido de la acción reconociendo la pluralidad, la contingencia y la necesidad permanente de revisión crítica. No se trata de elegir entre mercado y Estado, sino de cómo organizamos la inteligencia colectiva: reglas, evidencias y mínimos que hagan nuestras decisiones más racionales porque son más reflexivas y que nos permitan instituciones cada vez más equitativas como base para normas legítimas.

[1] Conviene distinguir desde el inicio entre el pensamiento, entendido como capacidad neurocognitiva individual, y la racionalidad, entendida como forma socialmente organizada de dar sentido a las acciones y significados. La neurobiología explica el soporte material de la cognición, mientras que la racionalidad explica la organización social e histórica de la inteligibilidad.

[2] Cabe distinguir tres niveles de crítica y superación respecto a la teoría de la elección racional: (1) intraparadigmático, que corrige supuestos sin abandonar el agente calculador (ej., la bounded rationality de Herbert Simon); (2) periparadigmático, que extiende el análisis hacia instituciones y cooperación, manteniendo todavía el andamiaje de decisiones individuales (ej., Elinor Ostrom y la gobernanza policéntrica); y (3) extraparadigmático, que desplaza el foco hacia sistemas que organizan y acoplan racionalidades heterogéneas —científicas, jurídicas, morales, ambientales— mediante procedimientos deliberativos y mínimos no negociables. Es en este último nivel donde se ubica el enfoque sistémico que propongo.

Anselmo Muñiz

Director de Estudios y Análisis Estratégicos

Anselmo Muñiz es investigador social y abogado. Ha escrito sobre cultura política, calidad democrática y políticas sociales en RD. Es fundador del Instituto de Investigación Social para el Desarrollo (ISD). Actualmente es Director de Estudios y Análisis Estratégicos del MIREX.

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